Nadia Anjuman. Poesia femenina en el Afganistan de los talibanes

RECUERDOS de leve tristeza

¡Oh exilios de la montaña del olvido!

Oh joya de sus nombres, durmiendo en el fango del silencio

Oh recuerdos destruidos, recuerdos de leve tristeza

en la turbia mente de una ola en el mar del olvido

¿Dónde está lo trasparente, la corriente manando de tus pensamientos?

¿Qué mano ladrona saqueó la estatua de oro puro de tus sueños?

En esta tormenta que origina la opresión

¿Dónde se ha marchado tu barca, tu serena plateada luna de embarcación?

Después de este amargo frío que da nacimiento a la muerte-

debería la mar desprender la calma

debería la nube liberar al corazón nudoso de penas

debería la doncella de la luna brindarnos amor, ofrecer una sonrisa

debería la montaña dulcificar su corazón, adornarse de verde,

volverse fructífera-

¿Cuál de tus nombres, en lo alto de la cima,

se vuelve luminoso como el sol?

El amanecer de tus recuerdos

recuerdos de leve tristeza

¿En los ojos de los peces fatigados por las inundaciones y

temerosos de la lluvia de la opresión,

se refleja la esperanza?

¡Oh exilios de la montaña del olvido!

Traducción María Germaná Matta, a partir de la versión inglesa de Zuzanna Olszewska y Belgheis Alavi

No deseo abrir la boca

No deseo abrir la boca

¿A qué podría cantar?

En mí, a quien la vida odia,

tanto da cantar que callar.

¿Acaso debo hablar de dulzura

cuando siento tanta amargura?

Ay, el festín del opresor

me ha tapado la boca.

Sin nadie al lado en la vida

¿a quién dedicar mi ternura?

Tanto da decir, reír,

morir, existir.

Yo y mi forzada soledad

con mi dolor y mi tristeza.

He nacido para nada

mi boca debería estar sellada.

Ha llegado, corazón, la primavera,

el momento propicio del festejo.

¿Pero qué puedo hacer si un ala 

tengo ahora atrapada?

Así no puedo volar.

Llevo mucho tiempo en silencio,

pero nunca olvidé la melodía

que no paro de susurrar.

Las canciones que brotan de mi corazón

me recuerdan que algún día

romperé la jaula.

Volando saldré de esta soledad

y cantaré con melancolía.

No soy un frágil álamo

sacudido por el viento.

Soy una mujer afgana

Entiéndase pues mi constante queja.

(En revista Trasversales número 6, primavera 2007*)

Un llanto sordo

El sonido de las verdes huellas está en la lluvia

nos llega desde la carretera

almas sedientas y faldas polvorientas llegaron del desierto

su ardiente respiración y el espejismo-fundido

de sus bocas secas y de polvo cubiertas

nos llegan, ahora, desde la carretera

sus atormentados cuerpos, chicas criadas en el dolor

la alegría alejada de sus rostros

corazones viejos y alineados de grietas

no surgen sonrisas en los inhóspitos océanos de sus labios

ni una lágrima brota del seco cauce de sus ojos

¡Oh Dios!

¿Podría ignorar si sus sordos llantos que saltaron del cielo,

alcanzan las nubes?

El sonido de las verdes huellas está en la lluvia.

verano del 82

Era verano, y el calor que quemaba mi piel, el que me producía una terrible sed, no era nada comparado con el malestar del rastro de salitre en la boca. El mar iba quedando atrás paso a paso a medida que avanzábamos hacia la alquería.

Un flotador azul  en forma de barca, servía para hacer de parasol a mi hermano y mi primo por encima de sus cabezas. La sombrilla del carro, tapaba de lleno el rostro infantil de mi hermana pequeña y deformaba las palabras de mi madre y mi tía en conversaciones de mayores que ahora ni siquiera puedo recordar.

En la orilla de aquel camino se agolpaban huertas, planicies llenas de naranjos, alguna higuera, alguna parra enredada en cañas pero sobre todo unos melocotoneros que dejaban colgar sus ramas por encima de los márgenes de las acequias,como buscando el frescor del agua que corría. Incitadores. Tentadores, nos ofrecían algunos frutos con tan solo estirar el brazo. Un enorme sauce llorón formaba un círculo gigantesco de sombra. Para los mayores era una invitación a la siesta. Para los pequeños, una cabaña de indios en la que escondernos de los vaqueros.

Y el sonido de las cigarras, que solo se calmaba al ser sustituido, ya de noche, por el de los grillos…

En una revuelta del camino se divisaba la alquería, blanca, como un nube en medio del cielo verde de los naranjos y, a medida que nos acercabamos, podíamos percibir, vacíos de dudas y llenos de hambre, el aroma a leña quemada, a fogata, al sofrito de la paella ya a punto para echar el arroz. Mi abuela se asomaba por un recodo y se llevaba una mano a la frente tapándose el sol de los ojos para asegurarse de que esa retahíla de voces, de niños, de chirriar de ruedas de carritos y gritos, éramos nosotros. Saludaba, entonces,  alzando la mano y, seguramente, sonriendo, y sin más, desaparecía de nuevo en dirección a la alquería, dispuesta a probar el punto de sal de la paella del domingo.

Eran días eternos, largos, como sólo pueden ser de largos los veranos de la infancia.

Intensos, como solo pueden ser intensas las cosas recién descubiertas o hechas por primera vez.

Inocentes, como solo es el mundo antes de ser descubierto, como si en la niñez fuéramos dioses creando universos antes de echarnos a descansar el séptimo día.

Era verano, y yo no lo sabía entonces, pero era la mejor época de la vida. Llena de sabores, olores, sensaciones, personas y voces que ya no me acompañan. Llena de una vida que tampoco es la misma aunque pueda parecerlo o yo haga los esfuerzos necesarios para no notar tantísimo las diferencias.

Era verano y el mundo se abría ante mí tan rebosante y pleno de promesas que solo me atrevía a tomar y cumplir las más cercanas, las más realizables. Aquellas que mis manos de niña creían posibles.  Los sueños de entonces puede que no sean las pesadillas de ahora, pero quién sabe; en el infierno siempre es verano aunque nunca sea domingo.