Las tormentas

Siempre le había dado miedo los rayos. Quizás era alguno de esos traumas infantiles o quizás era que los había visto muy de cerca.

En los finales de verano de su niñez y juventud, rodeada de naranjos, el aroma de la lluvia sobre el suelo seco del huerto le producía una extraña melancolía que no lograba explicar. Le gustaba la lluvia, pero le daban miedo las tormentas.

Esas tormentas brutales que encogían el alma con cada trueno, con cada destello de luz en el cielo, con cada uno de los truenos que sonaban cerca, muy cerca, cayendo en un mar inquieto que estaba a poca distancia y que podía escuchar rugir a medida que era herido por las corrientes eléctricas del táser celestial.

Pero aún tenía más miedo si era de noche. Entonces, por segundos, se hacía la luz y el cielo parecía formar esqueletos de árboles que herían la tierra y dejaban un olor agrio a azufre.

¿Cuánto duró ese miedo? Años. Años de tormentas, años de lluvias, años de truenos y rayos.

Alguien le dijo que una debe superar sus miedos enfrentándose a ellos, pero, ¿qué sentido tiene enfrentar una tormenta? ¿Cómo puede plantar cara a la fuerza más poderosa de la naturaleza?

Aun con el paso de los años, escondía la cabeza bajo las sábanas. Habían siempre truenos a su alrededor, dentro de su casa, en los pasillos, en el comedor lleno de recuerdos de boda y vajillas sin usar, en las habitaciones vacías de los niños que ya no estaban. En medio de la cocina que calentó tantos pucheros los fríos días de invierno en medio de lluvias más apacibles. Truenos de aquella voz y aquella garganta que tenía introducidos en los oídos por la fuerza de la costumbre. Y ese mismo miedo a que la tormenta se desatara. No sabía ni verla venir, pero sentía el petricor del instante antes, como una especie de alerta del fin del mundo. El aroma de la amenaza silenciosa, las ganas de volatilizarse como el éter del ambiente, las mismas ganas de meter la cabeza debajo de las sábanas.

Pero le repitieron que una debe enfrentarse a los miedos, y ella seguía haciéndose la misma pregunta: ¿cómo hacer frente a una tormenta? ¿Cómo enfrentar una fuerza de la naturaleza?

Oye como la amenaza se acerca, esta vez en el cielo y en la tierra. Las nubes oscuras se ciernen sobre el paisaje, en la ventana, en el cielo, en el pasillo, desde la habitación. Suenan truenos, caen las primeros rayos; no llega a poder oler ni el aroma de tierra mojada ni el del café recién hecho.

Es verano otra vez y la tormenta va a disipar los vapores del bochorno que no le permiten moverse, pero ella no lo sabe todavía. Es final de verano y la tormenta va a acabar con la humedad pegajosa que lleva toda la vida adherida a la piel.

¿Quién le dijo que cuando hubiera tormenta debía subir a la azotea y mirar los rayos a los ojos? ¿Quien le dijo que era la única forma de perder el miedo?

Corre dejando atrás el trueno de una voz áspera y ronca. Corre por el rellano y llama, ansiosa al ascensor. Atrás se oye un portazo y entonces cae en la cuenta de que no ha cogido las llaves, pero tampoco le importa. El ascensor se para con un ruido seco y por un segundo piensa que aún puede volver. Sin embargo, sabe que no hay regreso posible. Ya no. Corre hacia la puerta metálica y no quiere pararse a pensar lo que está a punto de hacer.

Sus pies descalzos tocan el suelo mojado. El liviano vestido de verano se adhiere a su cuerpo como una segunda piel. Se moja por completo instantáneamente. Una lluvia fresca la limpia de los sofocos y ardores, de polvo áspero. Sacia una sed que no sabía que tenía.

Los rayos rompen el cielo y lo resquebrajan como si clavaran puñales en su oscuridad. El ruido de los truenos es ensordecedor. Doce plantas de altura son un muro, una plataforma para elevarse sobre sus miedos. Cierra los ojos y se deja mojar. No piensa correr a esconder la cabeza debajo de las sábanas. Ya no.

Solo se queda quieta dejando que la lluvia acaricie su piel, escuchando los ruidos amortiguados de la ciudad, algún claxon a lo lejos, sonidos sordos, como si estuviera dentro de una campana de cristal. Deja que la naturaleza siga su curso. No puede enfrentarse a ella, pero si a su miedo. Ve las luces rompiendo la bóveda celeste, el manto negro de la noche, el alarido del trueno rasgando con su sonido la garganta del mundo…pero es su garganta la que ruge, la que grita, la que lanza un enorme estampido que lleva años guardado en su voz. Y nadie la oye salvo ella misma. Y nadie la ve salvo ella misma. Y nadie va a salvarla, salvo ella misma. Ruge, como la leona que es y que no sabía que era. Ruge como la fuerza de la naturaleza que tiene frente a sí, con un bramido que parece salir de la grieta más profunda de la tierra, de ella. Ruge como debe rugir una placa tectónica al elevarse por encima de sí misma, rompiéndose en una larga línea que abre las entrañas y rompe el mundo de tal forma que no puede existir una reparación posible. Ruge sacando de dentro los miedos acumulados en toda su vida y cuando termina de rugir hasta el cielo guarda silencio, quedándose en la paz de una lluvia suave.

La tormenta ha pasado. El miedo ha terminado. Es hora de volver.

Baja por el ascensor dejando tras de sí un rastro de agua. Llama a una puerta que ya no es la suya y está a punto de oír una voz de trueno que, sin embargo, permanece callada. Sonríe. Ya no tiene miedo de las tormentas. Se siente poderosa, fuerte. Sabe que ha salido fortalecida de la catarsis, de la prueba a la que ella misma se ha sometido. Ya no va a tener miedo nunca más.

Al mirar aquellos ojos que escupía rayos, al mirar esa boca que atronaba, se da cuenta de que el miedo ha cambiado de bando. Y sonríe. Y se da cuenta de que ella, la que fue, también se va, tal como se han ido sus miedos. Tal como se ha marchado la tormenta. Se va para siempre. A enfrentar más tormentas, quizás, pero ya sin miedo.

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