Lorna Dee Cervantes

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Lorna Dee Cervantes es una destacada poeta chicana nacida el 6 de agosto de 1954 en San Francisco, California, Estados Unidos. Su obra ha contribuido significativamente a la literatura chicana y ha abordado temas como la identidad, la cultura, la política y la experiencia de la mujer.

Cervantes creció en San José, California, en un entorno bicultural, lo que influyó en su perspectiva y en su conexión con sus raíces culturales. Estudió en la Universidad de California, Santa Cruz, donde obtuvo su licenciatura en estudios latinos.

Su carrera como escritora se destacó con la publicación de su primer libro de poesía, «Emplumada», en 1981. Este trabajo fue aclamado por la crítica y se convirtió en una obra influyente dentro de la poesía chicana. En «Emplumada», Cervantes aborda la dualidad cultural y la experiencia de ser chicana en los Estados Unidos, explorando temas como la identidad, la familia y la discriminación.

A lo largo de su carrera, Lorna Dee Cervantes ha participado activamente en la promoción de la literatura chicana y ha abogado por la inclusión de las voces latinas en la escena literaria estadounidense. Su poesía se caracteriza por un lenguaje vibrante y una poderosa expresión de la experiencia chicana, así como por su habilidad para fusionar la forma poética con la conciencia política.

Además de «Emplumada», Cervantes ha publicado otros trabajos, como «From the Cables of Genocide: Poems on Love and Hunger» (1991) y «Drive: The First Quartet» (2006). Su obra ha sido incluida en numerosas antologías y ha recibido reconocimientos, consolidándola como una figura importante en la poesía chicana y la literatura estadounidense en general.

Lorna Dee Cervantes ha dejado un impacto duradero en la escena literaria, no solo por su habilidad poética, sino también por su dedicación a destacar las voces y las experiencias de la comunidad chicana en la rica diversidad cultural de los Estados Unidos.

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POEMA PARA EL JOVEN BLANCO 
QUE ME PREGUNTÓ CÓMO YO, UNA PERSONA INTELIGENTE 
Y LEÍDA, PODÍA CREER 
EN LA GUERRA ENTRE RAZAS

En mi país no hay diferencias.

Las políticas de opresión sembradas de alambre

han sido derribadas hace mucho. El único recuerdo

de batallas pasadas, sean ganadas o perdidas, es el leve

surcado de los fértiles campos.

En mi país

la gente escribe poemas de amor,

llenos de nada más que felices sílabas infantiles.

Todos leen cuentos rusos y lloran.

No hay fronteras.

No hay hambre, ni

graves hambrunas ni gula.

Yo no soy una revolucionaria.

Ni siquiera me gusta la poesía política.

¿Piensas que puedo creer en la guerra entre las razas?

Puedo negarla. Puedo olvidarla

cuando estoy segura

en mi propio continente de armonía

y amor, pero no vivo

ahí.

Creo en la revolución

porque en todas partes arden las cruces,

certeros pistoleros gamados esperan tras las esquinas,

francotiradores apuntan a las escuelas …

(Sé que no me crees.

Y que piensas que no es más

que exageración transitoria. Pero eso

es porque no te disparan a ti.)

Estoy marcada por el color de mi piel.

Las balas son discretas, diseñadas para matar lentamente.

Mis hijos son su objetivo.

Estos son los hechos.

Déjame mostrarte mis heridas: mi mente trabada, mis

disculpas constantes, y esta

agobiante preocupación

por sentir que no estoy a la altura.

Estas balas pueden más que la lógica.

El racismo no es una cuestión intelectual.

No puedo curar mis cicatrices con la razón.

Al otro lado de mi puerta

hay un enemigo real

que me odia.

Soy una poeta

que ansía bailar en los tejados,

susurrar delicados versos sobre la alegría

y la bendición de la comprensión humana.

Y lo intento. Vuelvo a mi país, a mi castillo de palabras, y

cierro la puerta, pero la máquina de escribir no apaga

los sonidos de la ira sorda y palpitante.

Mi cara sigue recibiendo golpes.

Cada día se me recuerda con insistencia

que este no es

mi país

y sí lo es.

No creo en la guerra entre razas

pero este país

está en guerra.

vivir…nada más

nina peña - mujer - pensamientos - libros - cafe

Tengo apenas un momento libre otra vez frente a un café, y no sé que escribir.

Mis pensamientos son superfluos, no hay profundidad en ellos.

No me hago preguntas importantes ni trascendentales. Creo que no quiero pensar. Creo que me importa todo muy poco.

Gestos mecánicos, costumbres ya establecidas; correr, trabajar, caminar, cocinar, dormir, respirar, protestar por el dolor del cuerpo. Salir. Tomar café. Charlar un poco. Mejor no darle vueltas a la cabeza. No intentar adivinar qué pasará mañana o al otro.

Seguir. Empujar. No parar. Evitar sentir. Llenar de vacíos los minutos y las horas.

Vivir sin estar viviendo.

Nada más…nada menos

Las horas contadas Capítulo 6

Las horas contadas. Nina Peña Pitarch
Novela publicada exclusivamente por capítulos en mi web. 
Prohibida su reproducción total o parcial. Registro en Safe Creative 19/09/2016 1609199225554

Mira el reloj antiguo de la fachada del Banco de España y se da cuenta de que lo ha perdido por un solo minuto, que hay media hora por delante para esperar, allí de pie, sudando y fumando como un carretero, con la rabia que a ella siempre le ha dado fumar en la calle; muerta de sed porque con las prisas no ha bebido ni un trago de agua fresquita; agobiada, cansada, con dolor de ovarios; demacrada por las hormonas, por la mala vida que lleva últimamente, por los problemas financieros, como diría Piluca, y por los problemas familiares; pensando en Paco, en lo que estará haciendo en casa solo y aburrido, si le dará por pensar bien o por pensar mal, si se habrá atrevido a salir para buscar trabajo o se habrá rendido en el sofá cansado de buscar y esperar y patear y llamar a conocidos y escapar de llamadas de desconocidos que le reclaman un dinero que no puede pagar.

Suspira. En aquella plaza no hay mujeres como ella, ni con su pasado ni con su presente ni mucho menos con su futuro.

En aquella plaza solo hay mujeres que parecen haber triunfado, que parecen felices, que parecen tener dinero, pero sobre todo, sobre todas las cosas, que parecen vivir tranquilas, en paz, y eso es lo que ella de verdad les envidia, la paz de espíritu, la tranquilidad de mente, la seguridad de saber que pase lo que pase pueden hacer frente a todo porque siempre han tenido una almohada sobre la que caer.

Mira al kiosco de la plaza sintiendo una sed mortal y un cansancio todavía más mortal y la boca se le hace agua al pensar en un café del tiempo fresquito, con sus cubitos de hielo y su vasito sudado por el cambio de temperatura.

Hace un rápido cálculo de las monedas que lleva y sabe que le sobran un par de euros, a ver: uno veinte para el pan, uno veinticinco para cada autobús, ida y vuelta y si acaso, uno veinte más para una docena de huevos que esta noche es la de la tortilla de patatas. Así que sí, le sobran dos increíbles euros, lo que es una pena es que vayan a parar a manos del camarero cuando ella tiene tantos lugares para ponerlos si quiere. Pero mira, un día es un día, qué cojones.

Se mira en los cristales de la entidad bancaria que hay justo detrás de la parada del bus y no se ve tan mal, de hecho, ese babi que usa para limpiar no es que le favorezca mucho que digamos, mientras que ese blusón negro con ese cinturón tan moderno que cuelga a un lado, como que le afina el cuerpo, se diría que parece más delgada incluso, así que no cree estar tan mal como para no poder sentarse durante veinticinco minutos en el bar de la plaza mientras espera el autobús.

Sin pensarlo más, porque si lo piensa una sola vez más no irá. Se lanza a cruzar la acera y se sienta en la primera mesa que le permite tener una buena vista de la calle por donde llega el bus. Le pide al camarero un café del tiempo con mucho hielo y se recuesta en el respaldo de la silla dejando que la sombra refrescante del templete modernista la refresque y que el viento de la amplia plaza mueva sus cabellos y la tela suave de su camisola.

Joder, esto no es vida, es vidorra.

Si pudiera hacer esto más seguido casi, casi, sería feliz.

Está claro que se necesita mucho más que estar sentada en una plaza y tomando café para ser feliz, pero lo que le ha descansado mentalmente, lo mucho que se ha relajado y lo bien que le ha sentado el café es como para pensar que si eso pudiera hacerlo una vez al día sería una persona más serena y menos preocupada.

Tendría los mismos problemas y las mismas preocupaciones, su pasado sería el mismo y nada cambiaría, pero ella al menos tendría tiempo de asimilar todo y lograría tener un momento para explayarse, un momento de soledad y serenidad. Un momento que podría ser para pensar o para no pensar en nada, para recordar o para prever, para recapacitar o distraerse, reflexionar o escaparse, imaginar u observar, para dudar o afianzarse, para ensimismarse u olvidarse, para preocuparse o ignorar, para vivir, vamos, ni más ni menos que como cualquier otra persona. Porque a ver, ¿es que ella no tiene derecho a un solo momento de paz por artificial que esta sea? ¿No tiene derecho a relajarse, a no pensar, a no vivir continuamente preocupada contando monedas, pasándolas canutas, sola, enclaustrada, yendo exclusivamente del trabajo a casa pasando por Mercadona, ansiosa, sin nada que aporte un poco de tranquilidad y belleza a su vida?

Lo tiene, claro que lo tiene, salvo que no es necesario o no lo cree necesario porque hay otras cosas que sí lo son. 

Paco, por ejemplo, o los estudios de los niños, la matrícula de su hija para el próximo curso que no sabe si va a poder pagar, la compra semanal que no sabe ya cómo reducir, el recibo ese de luz, que está esperando a cobrar el día 1 para poder pagarlo y que quema en la repisa del recibidor como un recuerdo constante de que su libreta de ahorro suele estar a menudo en números rojos; los niños, que, pobrecitos, ya no le piden dinero ni los fines de semana porque son conscientes de que no hay ni para el cine, angelitos, si van a tener que vender hasta la marihuana para poder sobrevivir este verano, porque no hay manera, no la hay de ninguna de las maneras. Y tener que pasar por todo esto, ellos, una familia normal, unas personas que han trabajado toda su vida para tener algo y que se han quedado sin nada, pero no por avariciosos o por crápulas, no por comprarse villas y coches o por irse de vacaciones cada verano, sino porque la crisis les ha arrastrado y se ha ido todo a la mierda. El negocio, sus buenos trabajos, el futuro de sus hijos, la salud, y cualquier día hasta la dignidad, que si no se mete a puta por las noches es porque no le da la vida, aunque sea lo único que le queda por hacer para sacar a esta familia adelante ella sola, sin ayuda, sin nada más que su esfuerzo y sus ganas de salir a flote. Para que Paco no se venga más abajo todavía, para que nadie sepa, en realidad, por lo que están pasando, que hasta ha pensado en que si se muriera su madre ahora le vendría de perlas para vender las casas y poder respirar un poco, ya ves qué barbaridad ha llegado a pensar, como si fuera fácil vender una casa con la que está cayendo en el sector inmobiliario.

Tendrá que ir a verla un día de estos a su casa, no para pedirle dinero como la última vez que fue, pero es que hace ya tanto calor, ella llega tan cansada y tiene tantas cosas que hacer y tan pocas ganas de vestirse y salir que, oye, es preferible llamar por teléfono. 

Está pensando en dar de baja su móvil para reducir gastos, total ¿quién la llama a ella excepto los del banco? Pues ni Dios, porque a estas alturas de la crisis ya no quedan amigas ni compañeras ni quedan amigos que llamen para invitarte a cenar o para preguntarte si te vas a la playa con ellos o qué vas a hacer estas fiestas o si vas a ir a algún sitio a tomarte algo, porque ya lo saben: no vas a hacer nada. 

No tiene ni dinero para pagar a medias una cena con amigotes. ¿Cómo vas a gastarte dinero en Ballantine´s, coca-cola, Beefeater y tónicas cuando lo necesitas absolutamente todo para ti, cuando hacer ese mínimo gasto  de cena entre tres matrimonios supone un dispendio en tu mermada economía? Pues no salen, no van a ningún sitio ni compran nada que no sea imprescindible o absolutamente necesario, y así, poco a poco a lo largo de estos  años de crisis, como que ya no hay ni Dios que se acuerde de ellos. Como si llamar o quedar para verse sin tener que hacer todo eso no fuera posible, como si quizá una cerveza a la semana tampoco pudieran pagarla, aunque no lo hacen de todas formas, como si seguir siendo amigos fuera imposible sin un certificado de bienes.

Ella se alegra de que no a todo el mundo le vaya tan mal como a ellos, sabe que los demás tampoco lo están pasando bien precisamente, o sea, que no hay nadie que pueda tirar cohetes, pero este abandono, esta negación, este ni siquiera llamar es demasiado brusco, demasiado cruel, sobre todo porque es consciente de que ellos siguen quedando, siguen cenando juntos un par de veces al mes, tal vez mucho menos que antes, pero salen. Hasta a veces se pillan medio gramito de farla entre ellas a escondidas de los maridos, cenan bocadillos en los bares cuando llegan las fiestas y se toman alguna cervecita cuando hay un buen partido de fútbol o cuando les sale de los cojones, vamos, como hace en realidad todo el mundo.

Se siente como abandonada por sus amistades, sobre todo por la incombustible Pili, que siempre ha estado cerca de ella aunque hubiera etapas de distanciamiento y algunos años de desencuentros, porque cada una iba a lo suyo con gente muy distinta y ambientes diferentes. Sin embargo, esa misma razón es la que se vuelve en contra de su amistad porque ella creía que su compañerismo e intimidad estaban por encima de incluso verse o no verse y ahora comprueba que no es así, que para otras épocas tal vez valió ese permanecer leales una a la otra pese a la distancia y el tiempo, pero ahora no porque es otra cosa la que las separa, otra cosa más fuerte y menos espiritual: el dinero.

Pero ya tampoco le importa tanto como para pensar en eso, al fin y al cabo tiene cosas más preocupantes en las que pensar. O cosas más relajantes, como por ejemplo esa mañana primaveral de mayo en la que se ha permitido el despilfarro de sentarse y gastarse un euro en un café, como si eso fuera un lujo, que lo es, como si ese momento de paz no tuviera precio, que lo tiene, como si en ese instante no hubiera nada por lo que preocuparse, que lo hay. Vaya miseria, tener esos remordimientos por un puto euro.

Querida, quién te ha visto y quién te ve. Con la de pelas que has gastado en tu vida, con la de años en que tiraste el dinero jodiéndote la salud antes de que te entrara el conocimiento de una vez y para siempre. Con la de días de locura en que todo el sueldo íntegro era para pasarlo bien y nada más, como una hedonista loca y enganchada a las sensaciones superficiales que el éxtasis, el speed y la farla pudieran proporcionarte, pero bueno, de eso hace tanto tiempo que no vale la pena llorar por ello, ya pagaste con creces aquella locura y te reformaste hasta el punto de volver a cambiar y rehacerte a ti misma, hasta el punto de ser quien eras hace solo unos años y que ahora ya no te vale porque has de volver a inventarte de nuevo, a renacer de tus propias cenizas. 

Otra vez.

En fin.

Da el último sorbito de café y saca un cigarrito de la pitillera para apurarlo mientras espera la llegada del bus. Esos cigarros hechos a máquina en casa son una putada porque van soltando tabaco por todo el bolso. Cada mañana, a las siete y media mientras desayuna, se lía cinco cigarrillos que le han de durar hasta que vuelva a casa a las dos, ni uno más, que hasta eso hay que racionar.

Me cagüen tó, piensa de golpe mientras da una caladita, hoy es día de cobrar la escalera, así que sin duda le va tocar ir a casa de su madre cuando termine, quiera o no quiera porque ella es este año la jefa de escalera y es ella quien le paga, eso sí, descontándole el dinero que haya podido dejarle para pasar el mes, si es que no ha tenido más remedio que pedírselo.

Bueno, eso de que ella es la jefa de escalera es un decir porque lo lleva todo su hermano y es quien se come la olla y el marrón con los problemas que una finca, de hace treinta años y llena de matrimonios mayores, pueda tener; antenas nuevas, alguna gotera, la limpiadora, o sea ella, y alguna derrama, las menos posibles en las bombas de agua o el ascensor. Lo realmente bueno de que su madre sea la jefa de escalera es que le permite cobrar cada quince días, un favor especial que le han hecho los vecinos, conscientes de todo el cacao que les había caído encima con lo de la dichosa crisis y más que conscientes gracias a la indiscreción y terquedad de su madre que consiguió que no le renovaran contrato a la otra limpiadora para ponerla a ella que lo necesitaba más y que era de plena confianza, de casa, como suele decir.

Le debe una y lo sabe, es más que consciente pese a la rabia que le da porque, aunque tampoco es un gran sueldo, esos trescientos euros le van de perlas cada mes, sobre todo los últimos quince días, cuando ya no sabe si cortarse las venas o dejárselas largas de tanto y tanto pensar y calcular.

Cambio de planes, piensa, cuando termine todo tendré que ir a su casa y cogerle el dinero de la mano, que es como un bofetón cada quince días, pero me lo trago, cómo no me lo voy a tragar con lo bien que me viene.

Mira a su alrededor y se fija de nuevo en la parada del autobús cada vez más llena de gente que espera. Es hora de levantar el culo de la silla, pero, es que está tan a gusto, son tan pocas las veces que se puede disfrutar de algo así; una mañana soleada, un suave viento meciéndote los cabellos, una existencia plácida sin prisas ni quebrantos, y fingir que la vida es bella. Casi le dan ganas de perder el autobús y quedarse un ratito más, pero sabe que no puede hacerlo. Es una mujer responsable que lleva sola el peso de una casa de cinco personas y el de una crisis mundial. El peso de sus remordimientos, pasados y futuros. El peso de una familia y un marido casi derrotado, el de varias vidas ausentes y presentes, el de su maduro cuerpo cansado y fatigado, el peso de tener que soportar tanto peso, coño.

Se levanta con pesar y se va dirigiendo hacía donde ya hay un nutrido grupo de gente. Sin preguntar nada se pone en la cola. Más o menos son las mismas personas casi todos los días, gente que va y viene, desconocidos que tienen rostros familiares de tanto verlos día sí y día no, que la miran porque para los demás también es esa cara que con el tiempo ha ido haciéndose familiar aunque no sepan ni su nombre, desconocidos de todos los días, de casi todas las horas. Gente y punto.

El autobús llega, como siempre con retraso. Perfecto. Era imposible que con el día que me lleva llegara a tiempo, ¿A santo de qué iba a hacerlo precisamente hoy cuando cumple dos añitos de tardanzas medio tolerables?

Van todos subiendo como una manada de corderos, como una especie de ganado, hasta casi despiden el mismo olor nauseabundo de rebaño, sudor veraniego que no siempre es del día, reglas, camisetas de licra que huelen fatal tras un solo uso, zapatos demasiado cerrados para el tiempo en el que ya estamos, algún bocadillo mal envuelto y peor comido de los chicos que van y vienen de la universidad, alientos de tabaco, alguno de alcohol o halitosis, neumáticos y plástico de las sillas; olor a humanidad, vamos, por decirlo fino. 

Es como una bofetada y en pleno verano todavía será peor, pero qué le vamos a hacer, coger el coche es más incómodo por tener que aparcar en el centro, aunque puede que lo haga cuando no soporte el calor y cuando el valor de la tranquilidad sea superior al de los dos euros que se ahorra en gasolina al descontar el precio de los billetes; además, puede que este año Montse sí quiera ir al apartamento de la playa y le toque coger su coche de todas formas para ahorrar tiempo y dinero.

Montse, al contrario que Piluca que reside en pleno centro de la ciudad, vive en el extrarradio, en una superficie denominada “del todo a cien” porque ninguna casa construida en esa zona costaba menos de cien millones de las antiguas pesetas. Un barrio lujoso de casas con jardines Zen y tejados de pizarra negra, ventanales rectos en los que no se ve el metálico de las ventanas, lofts anchos de paredes blancas y techos altos donde no hay tabiques intermedios, cocinas modernas y estudios o habitaciones que ni lo parecen. Ella ha podido ver varias de esas casas y no sabría con cuál quedarse en el caso de que se la regalaran porque son todas realmente increíbles, como sacadas de una revista de decoración.

El autobús hace un recorrido que es una especie de resumen de la vida de la ciudad.

Desde el centro de la plaza donde vive Piluca va por la calle Mayor donde están todas las tiendas de moda, boutiques no tan caras y ultramodernas de esas que no tienen ni puertas, sino cortinas de aire acondicionado, donde la ropa se amontona en las perchas, en las estanterías o en el suelo, por donde sale una música dance a todo volumen y donde atienden niñas que hoy lunes tienen cara de tener una resaca de tres pares de cojones. También están las tiendas exclusivas, las de diseño, esas tiendas en las que te preguntas dónde está la ropa porque solo ves varias perchas llenas en unos pocos colgadores vacíos. Allí las dependientas suelen ser un poco más veteranas, como que parecen también un pelín más responsables y tienen esos modales refinados parecidos a los de sus clientas de lujo, a quienes tratan con una familiaridad que asusta, como si las conocieran de toda la vida, “Te lo envío a casa y te lo pongo en tu tarjeta, como siempre ¿verdad? Estás monísima hija, de verdad, o sea, esta noche triunfas, cari”. Luego hay alguna farmacia, y alguna zapatería que tiene la misma idea de marketing que las boutiques de ropa joven, dance y trance a toda hostia, aunque con chicos y chicas que parecen sacados de un gimnasio, con pantalones deportivos y una camiseta negra con el nombre de la tienda en verde chillón.

Le llama la atención ver a las jóvenes dependientas limpiar los cristales o pasar la fregona a las aceras a estas horas, y piensa que eso se tendría que hacer antes de abrir y no ahora cuando cada uno que entra lo pisa todo y lo deja hecho un asco.

Como ella hacía cuando entró a trabajar en aquella papelería que ahora es una casa de regalos y detalles para bodas, de pulseras de fantasía y colgantes, pendientes, broches, gorras, sombreros, tocados para el pelo que parecen sacados de los años 80 y que se han puesto de moda, peinetas de acero brillante, cristales imitación de Swarovski que brillan por entre los reflejos del sol, bolsos, bufandas, pashminas, sedas, joyas de prêt-à-porter al alcance de cualquier bolsillo, menos del suyo.

Le da un poco de nostalgia verla acercarse por esa parte de la acera porque, aunque ha cambiado de cien veces de negocio, la casa sigue siendo la misma. Se pregunta si aún saldrán esas enormes cucarachas rubias que ella tenía que matar con Cucal y si las chicas que 

ahora regentan esa tienda tendrán tanta paciencia como ella para ver sus vuelos rasantes sobre las estanterías sin volverse locas de asco, pero gira la vista antes de pasar por delante para no ver más, porque en el fondo también le trae malos recuerdos de cosas que prefiere no pensar. 

Al final de la calle hay un par de compañías de seguros y alguna que otra casa de baños y cocinas, con lo cual se da por terminada la ruta de las tiendas guapas y comienza la de las útiles. Allí son mucho menos sofisticados y no tienen ni idea del significado de la palabra diseño e interiorismo. Allí las casas se intercalan con los negocios, las entradas de los pisos están al lado de panaderías, verdulerías, casas de recambios para electrodomésticos, griferías, una mercería que vende también pijamas para bebés, inmobiliarias, un estanco, más portales, cada vez más añejos, de mayor solera, hasta llegar a esos rancios portales de los años 70 con gotelé en la fachada y puertas de acero color metálico o marrón. Hay alguna cafetería donde las mujeres están tomando café antes de recoger a los niños del cole, y más pisos, cada vez de menos alturas hasta llegar a las casas realmente viejas donde ya no vive nadie y que son las que están en peor uso. Luego llega lo realmente bueno. Allí donde terminan las casas, donde antes solo había una avenida tosca de moreras entrelazadas y jacarandas plantadas relativamente hace poco tiempo, se abre ahora una gran avenida que cruza una autovía, donde han puesto estatuas de un escultor local al que han forrado en dos días y que ha dejado un paisaje un tanto dudoso entre tanto árbol y tanto acero, pero queda moderno, actual y casual, como todo lo que se lleva, sin que por ello deje de parecer un provinciano intento de reconstruirnos y modernizarnos aunque sea a hostias visuales.

En los laterales de esa avenida han ido saliendo adosados como setas, levantas una piedra y te sale un adosado con piscina, y a medida que te alejas los adosados van dejando paso a las casas unifamiliares, a las zonas residenciales con jardines y piscinas privadas, a cubos oscuros de dos plantas hechos todos como por el mismo arquitecto, seguramente sí, que ha incluido muy pocos cambios de una casa a otra, la inclinación del tejado tal vez, con lo que parece una enorme urbanización de casas imposibles para casi todos los mortales que habitamos esta mierda exclusiva de ciudad decadente que se creyó el ombligo del mundo.

Es curioso. Para estos tipos no existe la crisis. 

No me jodas, no existe.

Casi todos los que viven aquí están imputados por malversación de fondos o han hecho un ERE en su empresa, están en suspensión de pagos o en concurso de acreedores , han cerrado su estudio de arquitectura o vete a saber qué más, pero mira, como que no parecen en la ruina precisamente.

Ella lo sabe porque se lo ha dicho Leocadia, la mujer mayor que va a casa de Montse exclusivamente a planchar. Dios, si es un escándalo entre las chicas de la limpieza de la zona, si no se ha hablado de otra cosa por estas avenidas de eucaliptos y moreras desde hace tres años, si hacen apuestas a ver cuál es el siguiente de ellos, o la siguiente de ellas, que cae.

Las criadas comentan, sobre todo en el autobús de vuelta que es el que cogen casi todas juntas a las dos de la tarde, las señales que van detectando de crisis. Frases como: han dejado de salir a cenar los viernes a Ca’Pere; este año no se van de vacaciones a Escocia o Australia como querían las niñas, sino que van a Mallorca; no hay curso de inglés en Ohio; no han comprado los uniformes nuevos, sino que me han dicho que les saque la orilla como se hacía antes; no han hecho la reforma de la cocina que ella había planeado. “¿Qué reforma si la casa tiene cuatro años? Pues ya ves, la señora quería cambiarla entera”; no han cambiado de coche, sino que lo ha llevado al taller ya tres veces este año; él tiene siempre una cara más larga; lleva una semana sin comprarse ropa; creo que ayer discutieron; creo que van a despedir a la chica de por las tardes… 

Frases sueltas, una un día, otra otro día, cada una de una casa distinta, como de casualidad, pero que indican que ya no se atan los perros con longanizas en casi ninguna parte, ni siquiera allí.

Plan de austeridad, no crisis. 

Negociación de la deuda, no embargos.

Falta de liquidez, no falta de dinero.

Eso no es estar en crisis, eso es comenzar a vivir como casi todos. 

Pero mira, esta gente si cae lo hace de pie, no como ella, que ha caído y se ha dado un costalazo del que no se va a recuperar en la puta vida.

Montse no ha salido esa mañana tampoco, así que está en casa encerrada en su estudio dibujando sus ilustraciones para cuentos infantiles, que es en lo que trabaja. Joder, eso sí que es un buen oficio, por bonito digo, hacer dibujos para niños. Esos dibujos que cuando crezcan seguirán recordando como parte de la niñez perdida, al igual que ella recuerda los de su época, aquellos libros infantiles que las monjas les permitían leer en la biblioteca del cole, Los cinco, por ejemplo, que se le quedaron grabados en la cabeza con un sabor inconfundible, aunque el único dibujo estaba en la portada, aquellas caritas inocentes que tanto se llevaban entonces y que tenían siempre la cabeza un pelín más grande, aquel gato con botas tan simpático, aquella Caperucita Roja tan rubita y tan graciosa, todos aquellos cuentos con la forma de sus siluetas recortadas, hasta un cuadro de la Virgen niña que tenía ella en la cabecera de la cama ofrecía ese mismo aspecto, recortado por la corona brillante y dorada, sonriendo con una paz y una bondad que no parecen ni reales.

Sus ilustraciones son más modernas y le consta que ha dibujado para otros autores o editoriales no siempre infantiles, como por ejemplo para una edición especial de Ulises de Joyce, pero eso nunca se lo dirá por vergüenza, parecerá que le esté haciendo la pelota, además, aunque se lleve bien con ella siempre le ha gustado guardar las distancias y respetar la jerarquía necesaria para que nadie olvide dónde está su sitio y a dónde pertenece.

Ni a ella le gusta tratar a sus jefas con familiaridad excesiva ni le gusta que ellas lo hagan, porque no son amigas, son jefa y empleada, así que ni ella puede subir ni la otra puede bajar esos peldaños invisibles que ocupan. Odia esa amabilidad fingida que a veces es solo una tapadera de sus verdaderos propósitos, como el que te quedes una hora más o el que te pagarán mañana, y también odia esa hipocresía que ve en la mayoría de chicas que les hacen la rosca y luego las ponen a caer de un burro contando las intimidades de las casas donde trabajan en pleno autobús.

Ella sabe cuál es su lugar y no lo olvida, y por eso también espera que nadie lo haga, porque no lo soporta. Cordialidad vale, pero confianzas las justas, que luego la confianza termina dando asco. En ambos sentidos.

Pese a que es un pelín seca no se puede decir que sea áspera del todo, no es tan tosca como para llegar a ser maleducada o como para no permitirse buenos momentos, que a veces los hay porque al fin y al cabo todos somos personas en este mismo espacio y tiempo, o sea, que interactuamos unas con otras, nos movemos en los mismos sentidos y nos tocamos sin querer. Se juntan los caminos por así decirlo. Es estricta consigo misma, pero sin perder la humanidad ni evitar el roce, que por otro lado es normal entre personas que tienen que trabajar juntas tres horas al día todos los días.

Ella escucha y calla, que ya es bastante jodido tener que enterarse de más cosas de las que querría, como por ejemplo con Piluca y su marido o con Montse y el suyo, y, sin embargo, hay cosas que no se las ha contado ni a Paco porque ni le importan y porque no tiene derecho a desvelar secretos ajenos. Como si en su vida no hubiera bastantes problemas y secretos, como si la suya no fuera una vida como para escribir un libro y tuviera que fijarse en la vida de los demás. Ella piensa, la verdad, porque es muy reflexiva y no puede evitarlo, le sale sin querer analizar las cosas, pero de eso a meterse en lo que no le importa hay una tremenda distancia.

Va hasta la cocina y se mete en la habitación para cambiarse otra vez de ropa, para ponerse el babi fresquito que ya llevaba esta mañana, deja las bolsas de ropa allí mismo, se cambia también los zapatos y sale dispuesta a comenzar su tarea de todos los días, preguntándose por dónde comenzar. 

En esa casa no hay críos de ninguna edad, los hijos del matrimonio son ya mayores, están estudiando fuera y vuelven cada varios fines de semana. Posiblemente, también al final se queden a vivir fuera de esta ciudad porque allí tienen novias y más salidas profesionales, así que Montse y Ricardo son los que, de vez en cuando, se desplazan varios días para verlos. La casa está hecha un pincel, todo nuevo y todo limpio, vamos, que no haría falta ir todos los días porque ellos dos ni siquiera usan todo aquel espacio y apenas ensucian. Se cuidan mucho y comen muchísima verdura con lo que no se cocina demasiado y nunca hay cacharros en la pila, y ella, al trabajar en casa, como que no necesita salir a todas horas y vestirse de largo todos los días. Ahora mismo, en el estudio, lleva un babi muy similar al de ella. 

Son diferentes, algo más mayores y tal vez más austeros en su vida, viven bien, no hay que negarlo, tienen sus lujos, pero son bastante más naturales y sencillos, les va una vida más tranquila y pacífica, salen poco, les encanta leer y el cine antiguo, tienen una biblioteca y una hemeroteca que a ella le produce cierta envidia, de hecho, la última vez que estuvieron ahí limpiando el polvo las dos juntas, porque Montse también limpia a veces, hablaron de ello, de cine en blanco y negro, de actrices de las de antes con verdadero glamur, de libros, de literatura, autores… cosas normales y corrientes que las distraían mientras limpiaban a fondo todas aquellas enormes estanterías cargadas de libros, videos y CD, que es gloria ver.

Montse aparece con la bata de trabajo en el mismo momento en que ella sale de la habitación donde Leocadia plancha, y nota cómo a la mujer le pasa algo raro, como que la mirada de esa mañana no es la misma que la de otros días, como si la investigara tal vez o como si tuviera algo grave que decirle.

Inmediatamente se pone alerta, sobre todo cuando ella pronuncia las palabras mágicas después de los saludos pertinentes y acostumbrados.

-Deje eso un momento, por favor, tenemos que hablar usted y yo.

Las horas contadas Capítulo 5

Novela registrada en Safe Creative. Prohibida su resproducción

Un pinchazo en la tripa a nivel uterino le indica que le va a bajar la regla o por lo menos
está en ello, con lo cual se tranquiliza ante esa especie de apajaramiento que está sufriendo
hoy, vamos, que son las hormonas y no una depresión de caballo como la de Paco, su marido,
que no levanta cabeza el pobre.
En eso, se acuerda de que mañana tienen psicólogo a las cinco, menos mal que el hombre
se hace cargo de su situación y ha accedido a poner las consultas en martes tarde, porque no
quiere ni pensar en que Paco vaya solo o en tener que decirle a Piluca que tiene que fallar dos
días al mes.
Pobre Paco, con lo que él ha sido, con lo que ha aguantado y lo que ha tenido que vivir
también. Por eso está así, porque su cabeza ha dicho que hasta aquí llega, su cuerpo se ha
rebelado en contra de tantos abusos y tantas hijaputadas como ha tenido que aguantar todos
estos años. Tanta lucha, tanto pelear y pa’qué, para acabar pillando una depresión y quedarse
en casa como un pajarito, vencido, encogido y temeroso de todo, que más que una depresión y
ansiedad nerviosa parece que tenga un brote psicótico, porque todo le da miedo y todo le da
mal rollo; siente miradas y oye conversaciones que no van con él y que él cree que sí, como si
hubiera un complot judeo-masónico en contra suya.
El otro día, sin ir más lejos, estaba convencido de que unos tipos en el bar de la esquina se
reían de él al pasar, y hace ya unos meses se lo encontró esperándola en la calle porque le
daban miedo las bombonas del butano, como si tuvieran que explotar o algo así.
Y ella se arma de paciencia, intenta convencerlo de que no, de que eso son percepciones
suyas, pero sin llevarle la contraria ni intentar convencerlo para que no se cierre en banda y se
sienta peor, persuadirlo de que nadie se fija en él más de lo normal, de que las bombonas de
gas no explotan así como así, de que nadie lo mira, de que nadie habla de él, de que nadie lo
señala por la calle ni sabe que ha tenido que cerrar su negocio ni lo de la suspensión de pagos
ni lo del dinero que aún deben en el banco. Lo convence de que a nadie le importa su vida ni
su historia, porque es una vida y una historia que, por trágico que parezca, en esta época en
que estamos, se está repitiendo mucho.
Ay Dios, qué complicado es vivir, qué difícil nos lo ponen, joder, que uno solo quiere
vivir tranquilo, darle a los hijos un futuro, tener cierta seguridad, progresar, sobrellevar los
errores lo mejor que se pueda y tirar pa’lante, y no hay forma oye, no hay manera.
Y todo eso lo piensa ella en el día que más le vienen a la cabeza sus propios errores, su
propia vida.
Le asalta la idea de que pensar tanto en Ángel no puede ser más que una mala señal y se
acuerda de aquello que una vez le dijeron, sobre que cuando piensas de repente en una persona
que hace mucho que no ves es porque vas a verla en un breve espacio de tiempo. Y la verdad
es que el solo pensamiento de ver a Ángel hace que su corazón se desbarate y se lance a correr
a toda prisa, no de emoción precisamente, sino de conmoción, que parece lo mismo pero no lo
es.
Ay Dios, ¿qué habrá sido de Ángel?, piensa mientras pasa el Pronto especial madera por
los muebles del recibidor, donde a un lado de la puerta están las bolsas de ropa que Piluca le
ha dejado preparadas y que aún no sabe cómo se va a llevar a casa, porque no se imagina
cargada como una burra en el autobús, arriba y abajo durante toda la mañana.
En el comedor, el reloj vuelve a marcar la hora y ella ya ni se inmuta, como si eso no
fuera con ella. Mira la casa por encima y ve que más o menos el trabajo está hecho, que solo
se ha dejado el baño de invitados y le falta terminar de tender la ropa que no pueda poner en la
secadora, pero por lo demás está todo bien y en su sitio. Mañana más. Si se da prisa aún puede
coger el autobús de las once y llegar a tiempo a casa de Montse, así que termina deprisa con el
recibidor, cierra las puertas y las ventanas de la casa para que no entre el polvo y se dirige de
nuevo hacia la cocina, su reino y su refugio.
La lavadora aún no ha terminado, le faltan dos minutos según los números digitales del
cuadro de mando, así que no le queda más que esperar. Casi que se sienta, porque hoy está tan
cansada que no puede con su alma, como si la fuera arrastrando por ahí. Como si en vez de
alma tuviera un saco de plomo. A lo mejor lo tiene, quién sabe, a lo mejor se le ha ido
endureciendo tanto el corazón y se le ha incrustado tanto esa coraza de hierro que se puso hace
tiempo, que de verdad se le ha hecho pesado y duro, increíblemente fatigoso y cargante,
abrumadoramente macizo de tanto y tanto golpearlo como un yunque.
Saca la ropa de la lavadora y la pone en la secadora, le da al interruptor y se da cuenta de
que no puede esperar a que esta termine para sacarla, con lo cual mañana estará toda
arrugadita cuando tenga que plancharla, porque, como todo el mundo sabe, si no sacas la ropa
de la secadora inmediatamente después de que termine se queda hecha un puto acordeón. Y
ese mismo pensamiento le hace recordar que aún tiene que doblar la ropa de la secadora
anterior que le está esperando en la habitación de la plancha, un recuadro inmundo donde hay
un jergón que hace de cama y un armario pasado de moda, si es que alguna vez lo estuvo y
que sirve para guardar trastos, objetos perdidos, paraguas y todo tipo de cosas inclasificables
que puede haber en una casa y que guardan en aquella especie cuarto trastero o dormitorio
ocasional que antaño usaron las canguros nocturnas.
Allí es donde hay un centro de planchado que parece el de una tintorería y donde ella
tiene que ponerse a planchar o a echar unas puntadas a alguna cosa, con el calor que hace,
Dios, con el calor que ella tiene y los sofocos que me lleva esta mañana la pobre, que parece a
punto de naufragar entre pensamientos oscuros de recuerdos luminosos.
Pero se pone a ello, o mejor dicho, se sobrepone a ello.


La plancha funciona que es un gusto, casi se desliza sola sobre la tela de las camisas que
usa Enrique. Menos mal que Piluca está en todo y no es una jefa de esas que solo quiere los
lujos para ella. Cuando le comentó hace dos años que le habían diagnosticado el síndrome del
túnel carpiano se fue corriendo a comprarle este centro de planchado para que no se resintiera
su muñeca y pudiera planchar a gusto. Todo un detalle, la verdad. Eso son cosas que se
agradecen, sobre todo las agradece ella, que ya ha perdido la costumbre de que los demás
tengan ese tipo de cuidados y que siempre se los ha negado a sí misma porque ha habido
demasiados lugares en donde volcar sus atenciones y mimos, pero sobre todo, en donde
invertir mejor el dinero que cuesta la comodidad y bienestar al que ha renunciado de forma
privada para que esta repercuta en beneficio también ajeno y común.
Sus ojos se van, como cada vez que entra en ese cuarto, hasta la máquina de coser Singer
que Piluca ha heredado de su abuela o de vete a saber quién y que es bastante incongruente
con su carácter moderno y sofisticado, pero que no tira a la basura por cariño al pasado, al
igual que ese mueble estilo remordimiento que hace de armario.
Está cerrada, pero no tapada con ninguna tela para protegerla, tal como hacía ella cuando
cosía en casa y la guardaba cada noche, sino que se pueden ver perfectamente sus patas de
hierro oscuro, la brillante madera pulida con arabescos de madera clara, el cajoncito para los
hilos, el pedal para mover sus agujas y la caja de madera con un asa que guarda celosamente el
cuerpo de la máquina que es de puro hierro fundido pintado de un verde opaco y claro, un
verde tirando a gris, tal como era el de la suya, que vete a saber dónde estará porque su madre
la dio a no sé qué vecina cuando ella dejó de usarla en su época más destroyer y canalla, allá
por los noventa.
Hace tiempo que no cose, que ni siquiera tiene tiempo de tocar la máquina de segunda
mano que se compró hace cosa de veinte años, cuando necesitó hacer las cortinas de aquel
pisito en el que se puso a vivir tras separarse de Ángel y que ahora está olvidada en su
habitación aguantando con vehemencia y orgullo el paso del tiempo.
No puede evitar la nostalgia y se sienta enfrente, palpando su superficie lisa y suave, la
calidez de la madera, siguiendo con el dedo los arabescos incrustados de madera rubia,
notando la pesadez del hierro del pedal en la punta de sus zapatos de verano, el hierro rugoso
de la rueda que hacía subir y bajar la aguja y daba forma a las iníciales que ella bordaba,
volviendo a oler los mismos aromas de entonces, notando entrar de golpe toda aquella luz que
había entonces, sintiendo un tacto también similar a los de entonces.
Ella, que es una sombra de la niña que fue entonces.
Es como si el pasado se hubiera empeñado en volver, como si los recuerdos se le colaran
por la mente tal como el viento por entre las rendijas de una ventana, traicioneros y ladinos,
insistentes, más claros que nunca, más amontonados y a la vez más expandidos, tan
dolorosamente superados como nunca creyó que los tenía, porque nunca había pensado tanto
en ellos. Ni en él.


Vaya día que me lleva la pobre, pero aún así no deja de ser admirable la forma en que lo
ha ido depurando, el poco rencor que le queda y la poca compasión hacía sí misma de la que
hace gala. El “pobrecita” se lo digo yo porque, joder, verla un tanto derrotada impone un poco,
pero ella está muy lejos de sentirse pobrecita o de sentir lástima de sí misma. Hizo lo que hizo,
a veces lo que tenía que hacer y a veces lo que no debía hacer, pero mira, que le quiten lo
bailao, seguro que hay gente con peores cosas en la conciencia y tampoco cree que lo suyo sea
para tanto, todo entra dentro de lo normal, de hecho su vida es la mar de normal. Dentro de
cien años los problemas o las culpas o los traumas o los errores se habrán convertido en polvo.
Y ahí está, pensando en eso, en que al fin y al cabo su vida no es distinta de la de muchos,
que cosas peores habrán tenido otros que vivir, sin darse cuenta de que la plancha está encima
de una de aquellas camisas supercaras de su jefe, sin darse cuenta del peligroso tinte oscuro
que va tomando la cosa, hasta que por fin resucita y se gira para mirar, como si el dios al que
rezaba de pequeña le hubiera avisado en sueños, igual que al tipo ese de la Biblia del que ya ha
olvidado su nombre, y entonces, de un magnífico y a la vez ridículo salto de la rana, se mueve
y quita la plancha con el corazón encogido, sintiendo como su cara se va poniendo roja y el
corazón se le sale por la boca ante el solo pensamiento de que la haya quemado, pero no, ha
tenido suerte y milagrosamente no la ha quemado ni siquiera un poco, como si todo el tiempo
que ha estado delante de la máquina no fuera más que un segundo y no el rato que a ella le ha
dado la impresión de estar.
Esta vez ha llegado a tiempo de evitar el desastre y suspira aliviada a la vez que temerosa
de lo siguiente que pueda sucederle, porque definitivamente no es su día. Pero ¿cuándo lo ha
sido? ¿Cuándo ha tenido un día realmente suyo, de buena suerte, un día pletórico de esos que
hacen historia? Bueno, los ha tenido también, como todo el mundo, lo que pasa es que ese
desequilibrio mental suyo le hace creer que no, le hace pensar en todo aquello que fue triste o
amargo, pero tenerlo lo tuvo, y tanto que lo tuvo.
Días de gloria, días de descubrimientos, de perfección, de grandeza e inmortalidad, de
felicidad, días de vino y rosas.
Ángel estaba guapísimo vestido de soldado y ella tan nerviosa que le daba la impresión de
que podía vomitar de un momento a otro en aquel autobús que la llevaba, junto con sus
suegros y jóvenes cuñados, hasta el cuartel en donde al día siguiente él iba a jurar bandera.
Tal como él le había aconsejado se había puesto monísima y lo más importante de todo,
se había hecho unas mechas rubias para la ocasión y se había cortado un poco el pelo, no
mucho, pero sí lo suficiente como para sanearlo y tener una imagen más moderna y más
cosmopolita, como si tuviera casi los diecisiete. Se había hecho un vestido precioso que había
sacado de una revista y su imagen contrastaba bastante con la imagen que tenía de sí misma
tan solo un tiempo atrás.
Ella entró en el cuartel como una ráfaga de aire caliente a primeros de diciembre,
levantando la mirada de todos aquellos soldados que estaban en la cantina mientras esperaban
al recluta González. De hecho, aquellos dos autobuses de familiares de reclutas a los que se les
había permitido el paso y que esperaban pacientemente pidiendo cafés con leche para mitigar
el frío casi polar de la zona, ocupaban tanto espacio y tantas mesas que los quintos no podían
hacer otra cosa que apartarse un poco y mirar como tontos a las novias de los «bultos» que
juraban bandera, entre las que destacaba ella, la verdad, porque ahora está un pelín gordita y
sin gracia, pero en aquel entonces no es que tuviera encanto, sino que estaba buenísima y se le
notaba en los ojos la predisposición al placer, a la aventura; se notaba que estaba espabilando
rápidamente y que tenía ganitas de aprender, con lo cual a cualquiera de aquellos fornidos
mozos le hubiera encantado meterla en la garita de guardia y enseñarle un poco de todo, pero
la chica tenía novio.
La llegada de González fue apoteósica no solo porque era el bulto mejor considerado y el
más chuloputas de todos; el único que le cayó en gracia al tío más duro y bruto de todo el
cuartel; al único al que no le habían hecho ni una sola novatada porque reconocían en sus ojos
a un colega y porque además se había regado por el cuartel, en tan solo dos meses, su fama de
follador y repartidor de hostias nocturno por los garitos de la zona, cuya única debilidad era
aquella novia que le escribía tres cartas diarias y que, según él mismo decía, era una fiera en la
cama, vamos, la mujer perfecta, esa que no existe y que todos pensaban que sería feísima para
contrarrestar la buena suerte del recluta González, pero mira por donde era la más mona, la
mejor vestida, la más llamativa, la más buenorra de todas.
Cuando lo vieron entrar le siguieron silenciosos con la vista para identificar a su familia,
luego siguieron mirando para identificarla a ella, la de las cartas, y cuando sin previo aviso,
delante de los padres, le soltó un beso en la boca de esos de cine, la rechifla general fue
apoteósica… y su forma de reaccionar, tímida y temerosa, puso aún más cachondos a todos,
porque veían en ella todas las putas virtudes que esperaban en una chica de aquella época los
machitos esos de mierda que eran entonces.
Tímida y fiera, virtuosa y apasionada, un tándem muy poco habitual pero perfecto, puta
en la cama, señora en la mesa, como Dios manda para satisfacción de los varones que aún
exigían virtudes trasnochadas que ellos mismos se encargaban de convertir en pecados.
Fueron dos días perfectos; aquella tarde de exhibición cuartelaria, las miradas de tantos
hombres sobre ella, ese deseo frustrado, esa especie de orgullo que produce el saber que gustas
y que eres deseada no solo por tu novio, sino por cualquier otro tío, lo que es un halago,
aunque a ella no le importara lo más mínimo ese hecho, sino la seguridad en sí misma que
sacaba de todo aquello, la fuerza, como si estuviera afianzándose mentalmente en ese cambio
que había tenido lugar y se sintiera más firme, como si de repente le crecieran alas o de verdad
fuera la chica que soñaba ser.
De aquella época militar que duró doce meses le quedaron dos sensaciones: una que
Ángel por primera vez parecía enamoradísimo de ella, más que nunca, y dos, cierto escozor en
las partes íntimas ante su primera vez.
Que una cosa fuera consecuencia de la otra es algo que no se le pasó por la cabeza. En
aquel entonces él aún distinguía entre las decentes y las indecentes, y una vez perdida la virtud
también las distinguía entre propias y ajenas, con lo cual su novia, desvirgada por él mismo,
pertenecía al grupo aún de las decentes y al de las propias, que venía a ser el motivo por el
cual parecía tan enamoradísimo, o lo que es lo mismo, la colocó en una especie de altar por el
hecho de que se lo había dado todo, de que había sido el primero, de que ahora ya era suya por
completo y de que además, estaba cada día más buena. Su orgullo machista se veía tan
recompensado, en el cuartel se sentía tan envidiado y se sabía tan idolatrado por ella, que la
convirtió en propiedad privada suya y en su sueño más recurrente durante las largas noches de
cuartel en las que recordaba, con todo lujo de detalles, el cuerpecito leve, el miedo y el deseo
en sus ojos a partes iguales, la sensación de adentrarse en un túnel sagrado y apretado como
ninguno hasta entonces, el sonido de sus primeros gemidos de placer, la devoción absoluta con
que ella parecía mirarlo y la capacidad de ternura que no parecía tener fin.
No tenía ni idea de que a ella le quedó un recuerdo bastante peor de aquello y que pasaría
más de un año antes de que de verdad pudiera disfrutar un poco en la cama con él, porque, la
verdad, su escaso conocimiento del tema venía exclusivamente de imágenes robadas de
películas románticas en que suenan violines de fondo, de novelas de Jazmín algo subiditas de
tono, de testimonios de chicas en las páginas de revistas y de roces prohibidos en la oscuridad
de su cuarto mientras pensaba en él. Por eso se preguntaba por qué tanta y tanta insistencia
cada vez que venía de permiso, por qué se pasaba los días convenciéndola para hacerlo, por
qué forzó tanto la situación hasta casi obligarla, si total no se oían violines ni había campanas
ni se moría en sus brazos ni sabía por qué a eso se le llamaba hacer el amor cuando era como
una lucha, ni por qué tanto romanticismo si en realidad era un acto de una vulgaridad
insoportable en la que no se enteraba de ná y le dejaba un regusto a pecadillo y libertinaje que
no sabía cómo asumir.


Así fueron los primeros años de sus relaciones sexuales, frustrantes, dolorosas y
reprimidas por ella misma, porque no tenía ni idea de qué hacer o de qué era lo que él esperaba
que ella hiciera…Vamos, completamente perdida y desengañada y es que Ángel estaba
pasando por la etapa de la cantidad, no de la calidad, es decir, se follaba todo lo que se
moviera, pero pensando solo y exclusivamente en su propio y siempre demasiado cercano
orgasmo. Hasta que fue superando la novedad y encontró una madrileña en plena movida que
le enseñó lo que es bueno y comenzó a pensar en los demás un poquito, hasta darse cuenta de
que había muchas cosas que podían mejorarse.
O sea, que aún tiene que darle las gracias por haberle puesto aquellos cuernos durante los
quince días que se pasó de vacaciones en Madrid sin previo aviso ni a la familia ni a ella ni a
Dios; por los fines de semana que decía estar arrestado mientras que se iba a ligar por los
pueblos con sus compañeros y que le terminaron de espabilar por completo dándole lecciones
no solo de sexo, sino de mundo, quitándole para siempre esa especie de timidez palurda y
paleta y su falta de locuacidad.
Cuando volvió lo hizo licenciado, más listo que el hambre, cosmopolita, enamorado y
más diestro en lides amorosas que nunca, así que mira, no hay mal que por bien no venga.
Tardó su tiempo en espabilarla a ella, en quitarle complejos y tabúes y en hacerle olvidar el
pecado de misa, pero al cabo de un añito más ya era una folladora compulsiva que se lo comía
enterito a golpe de caderas.
Y entonces empezó otra etapa completamente distinta, la de la barbarie: a todas horas, de
todas las posturas y en todos los lugares posibles, pero es algo que ella no quiere recordar ni
de coña en este momento por miedo a ponerse tonta perdida, que es lo que le suele ocurrir
cuando recuerda el sexo salvaje que alguna vez en su vida practicó y que fue una de las etapas
más largas, años y años de follar a tutiplén, de no parar, de ponerse completamente ciega y no
mirar nada, ni siquiera el con quién o el cómo o el cuántos, sin pensar si quería hacer lo que
hacía, si quería dejarse arrastrar por cada cosa nueva que él le proponía, sin juicio, sin control
y sin miramientos, sin un solo pensamiento a aquellas leyes morales que tanto y tanto le
habían influido en su infancia y adolescencia.
Pero aquello fue bastantes años después, cuando la movida madrileña ya había muerto y
ella era una persona muy diferente, casi irreconocible. Hasta llegar a ese punto de liberación y
puterío pasaron varios años en los que los sábados salían solo y exclusivamente para echar un
triste polvo y poco más. Primero la llevaba a tomar un cubalibre a cualquier bar donde el
camarero, viejo generalmente, se arrancaba por soleares a la menor indicación y extraía los
cubitos de hielo con pinzas directamente de una cochambrosa cubitera de plástico azul, y de
allí, al catre, sin preguntar nada más.
A las nueve en casa, como era la orden paterna.
Después, él se iba de fiesta ya mucho más tranquilito en el tema hormonal, pero sin
hacerle ascos a nada, que a veces una tarde entera de mete-saca a los veinte años no es
suficiente, y comenzaba a experimentar con sus amigotes aquellas drogas que se iban
poniendo de moda y que él había conocido en los madriles o algunas muy nuevas como la
mescalina que comenzaba entonces a hacer furor en las discotecas, pero sobre todo comenzó a
tomarse muy en serio la heroína, el jaco, aquel caballo que le galopaba a él por las venas,
corriendo por su sangre, mientras una aguja lo iba guiando, “ay caballo maldito, tú me estás
matando…”
Ella aún se acuerda de aquella canción calorra de entonces, pero la ha querido olvidar
tantas veces que su subconsciente no la saca a flote y casi ha llegado a creer que la ha olvidado
de verdad en lugar de convertirla en un recuerdo doloroso más.
De todo eso, mantenido durante mucho y mucho tiempo, la consecuencia fue tener que
pasar domingos interminables en casa de plantón, porque el niño o no había vuelto de fiesta o
estaba durmiendo la mona, y su suegra, que al principio la encontró tan mona y tan modosita,
ante los enfados dominicales con los que ella lo intentaba despertar o sacar del trance
hipnótico, comenzó a tomarle una ojeriza que ya no se le quitó de por vida.
Fueron años de partidas de futbolín eternas en los bares, de ir a pubs de moda, de
amigotes en el coche a todas horas, porque si algo sacó realmente útil en la mili fue el carnet
de conducir, de idas y venidas extrañas a Madrid, de búsquedas infructuosas de trabajo, de
plantones vespertinos, de miedos nocturnos, de arrepentimientos diurnos, de cuernos varios y,
casi al final, de aventuras psicodélicas de fin de semana colgado de heroína, mientras ella
tragaba todo lo que le echaba y se sacaba su título de puericultora, como si eso fuera una
garantía de futuro.
Años de lágrimas y sexo casi obligatorio y desacertado, sin llegar a imaginar nunca que
más o menos así es como ella fue engendrada. Años de silencio y ojeras, de aguantar lo que no
estaba obligada a aguantar, de gritos y celos, de desengaños, de intentonas y obstáculos, de
lunes de frustración en clase con todas sus compañeras aconsejándole que lo dejara, que no le
convenía un chico así, que merecía algo mejor, relegada ya de sus viejas amistades, de las que
él la había apartado un poco más cada día; y de alguna borrachera adolescente, de esas para
olvidar, con la inefable Pili o con su hermana, bebedora insaciable… Hasta que lo dejó,
aunque parezca mentira.
Lo dejó.
Se cansó y tomó la primera decisión acertada de su vida, mandarlo a la mierda de una
vez. Tenía casi diecisiete años, y por fin se sentía con fuerzas para labrar su propio destino, así
que lo dejó, se puso a trabajar en una tienda cuando terminó de estudiar y decidió que a partir
de entonces ella y solo ella mandaba en su vida.
Pena que su decisión no durara mucho porque tras ocho meses, desintoxicado, más
enamorado y formal que nunca y tan guapo como siempre, Ángel volvió al acecho más
encantador aún que antes, con un trabajo estupendo en una casa de seguros, con un coche
propio, sin condiciones de rendición y mostrando la bandera blanca. La rondó, le prometió, le
juró y perjuró, la persiguió y la agasajó de tal manera que al final volvieron.
Y nunca viviría lo suficiente como para arrepentirse de aquello.


De aquellos años guarda ese recuerdo con sabor de transición hacia la mujer en que se
estaba transformando, el paso de gigante que dio el mundo entero a su alrededor, como si las
cosas cambiaran de repente sin aviso y sin estaciones intermedias. No era así, ella
precisamente había pasado por un montón de etapas distintas y el mundo también, pero solo se
preocupaba de ver los resultados, no de pensar por qué, cómo y para qué estaba cambiando o
en prever las consecuencias de todos los cambios propios y ajenos.
Se sentía madura, adulta, independiente, comenzaba a tener cierta parcela de libertad en
casa, avalada por su buena conducta de siempre y le faltaba menos de un año para ser mayor
de edad, algo que parecía significar mucho en aquel entonces.
No recuerda, con la mala memoria que siempre ha tenido para esas cosas, ni la llegada de
Gorbachov y la Perestroika ni los conciertos Live Aid ni el asesinato de Indira Gandhi ni el
accidente del Challenger ni los bebés probeta ni el estallido mundial del SIDA ni Chernóbil
siquiera, para ella el mundo se reducía a su ciudad y a su vida, pero sobre todo a él.
Como si no existiera nada más allá de él, como si el mundo se redujera en exclusiva a él,
como si la vida no mereciera la pena vivirla sin él. Y ahora se pregunta qué coño le dio él, ¿a
ver? Si en el fondo no era feliz a su lado, pese a tenerlo todo para serlo. Era por culpa de esa
especie de adicción a Ángel, ese no poder vivir si no estaba cerca, si no se acostaba con él
cada fin de semana, si no oía su voz o si pasaba dos días sin verlo.
Apaga la plancha y sale del cuarto sabiendo que ya ha perdido el autobús y que va a
llegar tarde de todas formas, así que no vale la pena correr ni volverse loca, “a lo hecho,
pecho”, así que se cambia en el cuarto de baño, se quita el babi, se asea con las toallitas
refrescantes y se pone el pantalón vaquero y le camisola negra con el cinturón colgante que le
regaló su hija para su cumpleaños, y así, sintiéndose casi refrescada y oliendo a colonia barata
de supermercado, sale a la calle, cargada con las dos bolsas de ropa y con su enorme bolso
donde guarda sus útiles de trabajo, dispuesta a coger el primer autobús que pase por delante y
que la deje lo más cerca posible de casa de Montse.

Nina Peña Las horas contadas

Las horas contadas. Capitulo 4

Nina Peña Las horas contadas

Lo que más le jode es que siempre hace lo mismo, exactamente igual, cada día, hora tras hora: limpiar.

Su horario es más o menos el siguiente: de ocho y media a diez y media en casa de Piluca, de once a una y media en casa de Montse. Llega a casa sobre las dos y pico y, tras comer, descansa un poco o sigue limpiando su casa, que también le hace falta, y luego a las cinco sale hacia el piso de su madre, que fue antes de su hermana, donde tiene que hacer la escalera hasta las seis o seis y media los lunes y jueves, y de igual forma los martes y jueves en otro edificio. Así que hay un día que termina a las ocho de la tarde, y tiene libres las tardes de los miércoles y los viernes, pero espera suplir esa carencia pronto si Paco no encuentra trabajo, porque ni de coña llegan a fin de mes como Dios manda. 

Tiene el día ocupado casi por entero y siempre haciendo lo mismo, limpiar, con la rabia que a ella le da limpiar, casi que preferiría ir a cualquier otro lugar con un trabajo más pesado incluso, porque a limpiar no le ve la gracia, es repetitivo, siempre igual, es hacer la faena del demonio, porque al día siguiente está todo igual o peor. Como Penélope, “que tejía de día para deshacer de noche y volver a comenzar”. Ella trabaja como una mula, lo ha hecho desde joven. Desde cuando era ella quien le limpiaba los azulejos de la cocina a su madre o desde que comenzó a cuidar niños pequeños en los ratos libres que le dejaban las clases de corte y confección o bordado. Desde que ella recuerda, siempre había estado trabajando, no como la gente de ahora que tiene veinte años y no tiene ni puta idea de lo que es la vida y menudas bofetadas van a recibir, o peor todavía, la gente joven de ahora que quiere trabajar y no puede, porque no hay ni Dios que no esté parado con lo de la puta crisis. Sea como sea, no ha estado sin trabajar ni un solo día de su vida y cuando no ha estado trabajando ha estado estudiando, pero no ha tenido tiempo de tirarse panza arriba a mirarse el ombligo… Bueno sí, lo hizo una temporada cuando la farlopa la dejaba inutilizada para casi todo, pero eso es algo que prefiere no recordar más que como una mala racha que en realidad no fue ni tan siquiera larga, aunque bastante intensa.

Ay Dios mío, si se pudiera dar marcha atrás y volver en el tiempo, anda que la iban a pillar ahora; sin estudios, sin preparación y aguantando a un tipo como fue Ángel, que a retrógrado no le ganaba ni su propio padre, lo que ya es decir.

Habían llegado a esa etapa del paseo vespertino y la coca-cola en los billares cuando una tarde de sábado la invitó al cine. Hoy en día eso es algo de lo más normal, pero entonces al cine no se iba a ver ninguna película, no, sino a meter mano aprovechando la coyuntura propia de los cines, es decir, la oscuridad y la proximidad de las butacas.

Y allí estaba ella, con catorce añitos ya y la falda marrón a florecitas beige a conjunto con las botas heredadas de su hermana. Sentada muy recta en la butaca con las manos plegadas una encima de otra en el regazo, circunspecta y expectante, con el pelo suelto en la cara y sin mirar al lado, como si no fuera con ella la cosa, preguntándose si debía dejarse o no, crucial cuestión moral de la época. 

Ángel, como buen macarra de entonces, se alisaba el tupé al estilo Travolta y se hacía el longuis a la espera de que apagaran las luces, mirándola de soslayo con una ceja levantada, expectante también, pero menos, vacilante y vacilando, mascando chicle Cheiw fresa ácida y con la cajetilla de tabaco en el giro de la manga, como mandaban los cánones del decálogo de macho ibérico, que al parecer era su libro de cabecera, si es que alguna vez tuvo uno. 

Cuando se apagaron las luces, comenzó la función dentro y fuera de la pantalla.

Vamos, lo típico, el brazo por el respaldo de la butaca, luego en el hombro y resbalando lentamente hasta el pecho derecho, ya que, no se sabe por qué, los tíos siempre se ponen al lado izquierdo de las tías, una manía que cualquiera puede comprobar y que ha trascendido épocas. Ella se la aparta, la vuelve a poner, se la vuelve a apartar, se la vuelve a poner intentando palpar un poquitín más, y ella se la vuelve a retirar con más fuerza, pero entonces llega el momento decisivo, trascendental… el colega se gira, sube un poco el pie y dobla la rodilla para poder ponerse lo que él considera de frente a ella y se acerca lo suficiente como para avisar de que va a besarla, dándole tiempo a apartarse, solo que ella no se aparta, se deja, no meter mano, eso no, pero sí besar, que es otra cosa muy distinta.

Y con ese gesto, repetido varias veces a lo largo de la película, sellan no solo una especie de compromiso, sino que sientan las bases para lo que será su futura relación, al menos por un largo periodo de tiempo.

O sea, te quiero, pero no; me dejo, pero hasta aquí; me gustas, pero soy del grupo de las decentes, que para eso he ido a un colegio de monjas y he rezado más rosarios que la madre superiora.

El chico se conforma, de hecho, es lo que esperaba, que ella le aceptara, pero que le pusiera límites. Pobre de ella si se hubiera dejado meter mano la primera vez, la habría repudiado por facilona, por dejarse, y pobre de ella también si no hubiera notado su vacilación y su miedo al meterle la lengua en la boca, si no hubiera notado que le temblaban las piernas o si se hubiera atrevido a abrazarlo. Todo eso era síntoma de que le iba la marcha tanto o más que a él, incluso de cierta experiencia y por tanto, mal rollo, demasiado lanzada.

Ella sale del cine sabiendo que ha cruzado el umbral, de que le han dado no solo su primer beso, sino su primer beso adulto, con lengua y todo, con intento de tocar incluido, y se siente como si tuviera veinte años y fuera una mujer experimentada, una mujer hecha y derecha, comprometida con él, futura esposa del tipo que va a su lado intentando recordar si aquel pecho que ha tocado levemente le cabía, de verdad, todo en la mano abierta o solo ha sido una impresión momentánea, intentando averiguar qué talla de sujetador Belcor llevaba para hacerse una idea más o menos de la copa, preguntándose si aquello que le pinchó en la palma de la mano era la tela o el pezón, y sobre todo, preguntándose de dónde había sacado él tanto conocimiento senil si solo había visto unas pocas tetas y de mala manera.

La tímida conversación intenta no ir por lo ocurrido en el cine, eso es algo que se hace pero de lo que no se habla, y en ese momento, por decir algo, a ella se le ocurre comentarle que ese año termina el colegio y no sabe qué estudiar, tras lo cual él le contesta que no hace falta que estudie nada, que las mujeres no trabajan y que él jamás de los jamases permitiría que su esposa trabajara o estudiara, sino que viviría como una reina, en casa, cuidando de los niños que tuvieran.

¡Pa’qué más, Dios mío, pa’qué más…! Decidió no hacer nada, si total iba a vivir como una reina… me cagüen tó lo que se menea, como una reina.

Ahora le da ganas de llorar cuando lo piensa mientras termina de pasar la fregona al cuarto de baño compartido de las niñas, pero en aquel entonces era un sueño, una vida ideal.

De ese acercamiento salieron nuevos acercamientos distintos en los meses posteriores, como por ejemplo acompañarla a casa todas las noches, conocer a su hermano y a su hermana mayor, ver a su padre de lejos y saludarlo sin que aquel sepa quién es ese chaval que lo ha saludado y por qué, coincidir las dos madres en la compra y comenzar a hablar de si a mi hijo le gusta tu niña o de si a mi niña le gusta cantar mientras borda, y así, lentamente, semana tras semana se van encontrando sin saber que siempre han estado ahí y que se han conocido, pero que hasta ahora ninguna de las dos familias tenían nada en común. 

Parece mentira, pero aún recuerda la primera vez que se sentó en el mismo banco en misa que su futura suegra, entre ella y su madre, que aún llevaban la mantilla esa negra que a ella le daba tanta grima porque parecía de luto. Su suegra opinaba de ella, entonces, que era un encanto de muchacha, fíjate, con la de perrerías que se dijeron después durante el divorcio.

Cómo cambia la gente, desde luego, y las vueltas que da la vida, joder, que una cuando se pone a mirar atrás hasta se marea.

De aquel año en concreto recuerda dos cosas, a saber: Naranjito y la puta mili.

No se acuerda de Blade Runner, E T, la guerra de las Malvinas, la elección de Felipe González, la concesión de las autonomías ni de la visita del Papa polaco o el disco Thriller de Michael Jackson, aunque parezca mentira, porque es así de pánfila para los datos importantes e históricos.

Ella solo se acuerda de las dos cosas que iban a marcar su vida para siempre porque, desde aquel verano de mundiales previo al servicio militar, ya nada volvió a ser igual.

Para la ceremonia inaugural Ángel entró en su casa por primera vez, algo que ya se iba pasando de moda, pero que tenía su aquel. 

Auspiciado por su hermano mayor, que tenía una vocación chulesca muy similar, y por la hermana, que con su gracia y salero convenció a su padre de que el pobrecito quería formalizar el noviazgo antes de irse a la mili, entró en casa a tiempo de ver el primer partido y a la palomita blanca saliendo del balón. Para cuando Sandro Pertini dio sus famosos saltos de alegría junto al rey en la final, aquel ya bebía cerveza y ponía los pies en la mesa de centro, al lado de los dos hombres de la casa, como uno más de la familia, mientras ella y su madre cosían o se aburrían y su hermana leía el Nuevo Vale mascando chicle Cheiw de canela con la boca abierta y mirándolo de reojo.

A partir de entonces, los sábados hubo fútbol, que fue el sustituto natural de los futbolines. 

Si salían un rato era antes y nunca después porque las normas seguían respetándose con o sin novio, a las nueve en casa… y para qué salir si total tenemos que volver a ver el fútbol… pues nos quedamos… y para qué voy a ir tan pronto si no vamos a salir, pues ya iré, tú tranquila.

Lo que seguía siendo habitual eran sus cada vez más logrados intentos de caza y captura nocturnos, algo que no se le pasó, sino que incluso fue perfeccionando. Ella no puede saber, mientras piensa en esa época y sale de las habitaciones con el cubo de fregar en la mano, la de veces que él estuvo tentado de dejarla porque le hacía gracia cualquier otra chica más mayor y más experimentada, la cantidad de dudas, la de veces que se preguntó si era necesario exigir una vida tan decente como la que él exigía, si era absolutamente normal que saliera con una chica tan jovencita y con la que tardaría tanto en llegar al único sitio al que le interesaba llegar, o sea, a la cama. Pero mira, por otro lado, como más o menos iba pasándolo bien, jincando de vez en cuando los sábados noche y con la niña bien en el redil, a modo de moro de la morería, pues tampoco le iba mal por completo, tenía sus dosis de libertad y sexo ocasional por un lado y seguridad y cariño por otro.

O eso, o es que simplemente se había propuesto joderle la vida y por eso, aunque fue un año lleno de dudas y de fluctuaciones varias, no se alejó de ella, sino que la mantuvo a su lado.

Total, si seguía con sus incertidumbres y dejaba pasar el tiempo, la cercana mili también taparía el fracaso de sus buenas intenciones para con ella en el caso de que no saliera bien y decidiera dejarlo… Tendría que conocerla un poco más primero ¿no?

¿Qué pensaban los padres de ella? Pues lo vieron más o menos normal, incluso bien se puede decir. Veían a un chico que les parecía muy prudente, vale, no trabajaba, pero con la mili en puertas como que se emborronaban los márgenes de lo bueno y lo malo haciendo que eso fuera una simple anécdota. Por el contrario, vieron el hecho de que durante ese año de mili quisiera dejar afianzado ese noviazgo precoz como algo que era señal de sus buenas intenciones y de la fijeza de sus sentimientos para con la niña, por tanto, les pareció lo que hoy diríamos un chaval sensato y formal.

¿Que parecía un poco ignorante y corto de miras? La mili haría de él un hombre.

Joder, Ángel engañaba como Dios, ni la madre que lo parió lo conocía bien del todo.

Tenía la sana virtud de no decir nunca mentiras, pero cómo conseguía que los demás creyeran en él y en la veracidad de todas sus acciones y afirmaciones, así como en su inocencia, era un triunfo de la insinuación y la perspicacia. 

Vuelve a la cocina pensando en aquel año y sabe que tiene que dejar de pensar en el pasado, que lo único que consigue es llenarse de una mohína insana y perder el sentido de la practicidad que requiere el llevar cuatro trabajos a la vez, vamos, que no puede permitirse distraerse ni atrasarse ni que se le vaya el santo al cielo, porque su vida está tan milimetrada que una vacilación como la que está teniendo esta mañana le va a hacer ir de puto culo todo el día. 

Pues ni aun así.

De hecho, se mete en la cocina, vacía el cubo de fregar, comprueba que la lavadora ya ha parado y se queda quieta apoyada en el quicio de la puerta de la galería con cara de boba, mirando al frente sin ver nada, pensando, eso sí, porque otra cosa no, pero a pensar no la gana ni Dios esa mañana.

Piensa en los domingos, sabe que en aquella época existieron los sábados de fútbol y aburrimiento en casa, algún sábado de plantón también, pero como que lo ha ido borrando de su subconsciente para recordar solo los domingos de cine, la oscuridad de la sala, la proximidad de él, el ambiente de metemano que imperaba entonces, los apretones, la caricia de los dedos entrelazados, el roce de un pulgar en su mejilla o en su hombro desnudo jugando con un tirante, la mirada de deseo mezclado con cierta contención que ella tomaba por respeto, los nervios cada vez más templados porque ya estaba acostumbrada a esa situación hasta el punto de anhelarla, y sobre todo sus besos, aquellos labios sobre los suyos, aquel roce lento pero firme de su boca, el avance de su lengua, el sabor de su saliva, la calidez de su aliento, el empuje cada vez más intenso de sus propios instintos y el aroma de Brumel y de chicle Cheiw de fresa ácida que él siempre mascaba en los previos y que luego pegaba bajo la butaca.

Besaba como un ángel. 

Huy, en eso sí hacía honor a su nombre el muy cabrón.

También tiene un recuerdo bastante claro de aquella Vespino azul eléctrico con la que comenzaron a ir a la playa, en chanclas de goma y pantalones cortos, en vaqueros cortados con tijeras; de la forma en que se agarraba a su cintura para no caer y apoyaba la cabeza sobre su espalda; de los besos sentada en el sillín o de pie frente a él y también, por qué no recordarlo, de los quemones con el tubo de escape que indican su poca pericia y su nula experiencia en bajar de motos, pero que en secreto envidiaban todas sus amigas, y que se mostraban como símbolo de iniciación. Y del mar, de las primeras caricias sobre su cuerpo y de la mirada inquisidora de los playeros domingueros de la época, con aquel bikini amarillo de lacitos que era tan sugerente; del atisbo de celos del colega cuando la miraban y de lo segura de sí misma que se sentía cada vez que eso ocurría; del roce de su pecho junto al suyo, del de sus piernas velludas entre las suyas, del juego tonto y estúpido de desprenderle el lazo de la parte superior, del abrazo entre las olas y de la forma en que él la sostenía cerca y le hacía piruetas con las que siempre había un roce de más o de menos; del sabor de sus besos salados, del aroma del sol y del salitre en su pelo o del azul cada vez más intenso de sus ojos; del bañador rojo marcapaquetes de la época que él llevaba o de aquel tubito amarillo de plástico impermeable con una ancla dibujada que se colgaba del cuello para llevar las monedas sueltas y un par de cigarros.

Fue un gran verano sin duda, por eso borró los sábados, por eso no se acuerda ni quiere acordarse de ellos, porque prefiere recordar lo bueno y desechar lo malo, porque en aquel entonces no podía adivinar que en su vida habría muchos más “sábados” que “domingos”.

  Tampoco quiere recordar cómo él la fue cambiando, cómo lanzó al garete a la niña tonta de entonces para ir modelando a la mujer que sería después, cómo sentó las bases de su pasión y aparcó su romanticismo mojigato sacado de novelas viejas de Corín Tellado y charlas monjiles sobre virtudes y tesoros. Cómo dejó de ser la pánfila que él conoció para convertirse, poco a poco, en la diligente y activa amante que sería después, cómo comenzó a desear hacer con él todas las guarrerías que explicaban en Nuevo Vale, cómo quería sentirse mayor, moderna, libre, amada.

El despertar de la vida dirían, pero es que ya eran horas, coñe, que aquella época vale que no fuera esta, pero aún así, había pocas tan ingenuas y tan pardillas como ella lo era entonces, que era una especie en peligro de extinción, un fiel reflejo de su madre que fue joven en los sesenta, no en los ochenta suyos, una pava lenta y atontada que, sin embargo, aprendió con facilidad y buena voluntad, porque podría haber ocurrido que aquellos avances de Ángel hubieran sido rechazados por completo o que no le diera la gana aprender y espabilarse. Podría haber tenido el coco lleno de parábolas de misa y virtudes tan arraigadas que ni él hubiera podido con ellas. Pero no, en el fondo tenía una vocación apasionada, porque si no, a ver cómo se explica el cambio tan brutal que dio la niña en un solo verano, que cuando fue a acabar ya no la conocía ni la madre que la parió, pero bueno, como en casa seguía siendo modosita y buena, seguía con sus bordados y su fuerza para limpiar azulejos y fregar suelos y yendo a misa los domingos, como que en el fondo dieron el cambio por normal también. Ya tenía novio, ya estaba espabilada y solo quedaba esperar a que no se espabilara más de la cuenta.

Cuando llegó septiembre no dijo nada de estudiar, y como la familia no lo creyó necesario y nadie le aconsejó sobre lo jodida que puede ser realmente la vida, pues se quedó en casa, de criada de todos full time, yendo y viniendo de las clases de Corte y Confección cada tarde, bordando su ajuar y el de su hermana, cuidando niños por la mañana de nueve a una, ahorrando y aprendiendo a cocinar… vamos, la educación vital y apropiada para una mujer del siglo dieciocho, solo le faltaba tocar el pianoforte para ser de lo más completita en cuanto a inutilidad. A ver, no eran cosas tan inútiles, todas las casas se limpian y, de hecho, es como ella se gana la vida ahora, pero vamos, muy liberal y moderna, por más que comenzara a dejarse meter mano en las tetas, pues como que no era.

Su hermana, la feminista liberada y ocasionalmente zorrón vocacional, la arengó un par de veces para que hiciera algo más con su vida, pero con tan escaso éxito que solo consiguió enfadarla y que dejara de bordarle las toallas con su inicial, así que al final la dio por perdida y se centró en sus estudios de enfermería, no sin antes avisarle de que algún día se arrepentiría de no haber estudiado cuando tuvo oportunidad.

A ella le dio igual aquel funesto y aplastante vaticinio. A Ángel le parecía correcto su plan de vida estilo medieval, los padres pasaban de todo, la casa familiar nunca había estado tan limpia y su madre nunca había estrenado tantas faldas a medida, así que todos contentos, aquí paz y allá gloria.

Me cagüen tó, porque no me metí de diseñadora o modista con lo bien que siempre se me ha dado coser, si me he hecho yo hasta todas las cortinas de casa, piensa ahora, treinta años después, apoyada en el quicio de la puerta de la galería, que no el de la mancebía, como la copla. Pues porque entonces eso no se llevaba, querida. Como a casi todo, llegaste tarde. Además, no tienes buen gusto y ni sofisticación, si no hay más que verte, joder.

Aun así, durante el año que él estuvo fuera la convencieron para intentar algo más y empujada por los vientos de modernidad y de igualdad que Pili, su amiga de infancia, y su hermana la enfermera lograron meterle en la cabeza en ausencia del novio, en el curso siguiente se apuntó a “Jardines de Infancia FP 1″, dos añitos tan solo, algo que a Ángel le pareció muy apropiado y que ella creyó necesario, no por bien de su futuro, sino porque Lady Di había trabajado en ello hasta antes de su boda y porque así criaría mejor a sus futuros hijos, aunque tampoco le sirvió de absolutamente nada.

Lo suyo es equivocarse, para qué mentirnos, es llegar tarde y a deshoras, es no pensar bien en el porvenir y tomar decisiones desacertadas, porque a ver, ¿a quién más que a ella se le ocurriría estudiar eso en plena inversión de la pirámide poblacional y empujada por un motivo tan parco e ilusorio como la historia de cuento de hadas de Lady Di, que ya sabemos todos cómo terminó? Pues a ella y a veinte más como ella que, salvo alguna excepción, han terminado fregando oficinas. Que la educación no era lo mismo entonces y ese título, querida, no te vale para absolutamente nada porque cualquier cría de hoy en día, a tu edad de entonces, te tapa a títulos, másteres, módulos y hostias.

Ángel se había ido a la mili a finales de octubre de aquel año de los mundiales de Naranjito y ella, abandonada en casa, descubrió dos vocaciones secretas, una fue el género epistolar y otra su clítoris, pero mejor nos centramos en la primera.

Escribía largas cartas al novio ausente, unas cartas larguísimas que parecían testamentos, total para no contarle nada porque ella, en realidad, no hacía nada. Algún sábado salía al cine con Pili, cuidaba aquel niño, cosía y esas cosas, pero lo normal era que no tuviera nada especial que decir, salvo lo mucho que le quería y lo muchísimo que lo echaba de menos. 

El cuartel de Alta montaña estaba todo flipado con las cartas de la novia de González, que le enviaba hasta tres diarias. Cantaban el Margarita se llama mi amor con su nombre, no digo más.

Él le contestó algunas, más que nada para darle instrucciones: “No, con tu hermana no salgas de paseo, yo sé por qué lo digo; que vale, que con Pili al cine no pasa nada; que mi madre dice que no vas nunca a verla, a ver si te pasas de vez en cuando; que no, que no sé cuándo voy a ir de permiso; que sí, que como de puta madre porque me envían paquetes de casa que si no aquí solo hay sopa de y patatas con; que no, que no te cortes el pelo hasta que te lo diga yo; que vale, que puedes ir; que no, que no vayas, yo ya sé por qué lo digo niña de mi corasón, con “s”; que yo también te quiero; que sí, que te echo mucho de menos y pienso mucho en ti; bueno, si es FP Jardines de Infancia solo dos años, vale, apúntate para el próximo curso; oye, que te pongas muy guapa para la jura de bandera, algo nuevo y sexy porque te van a mirar con lupa, pero sin exagerar eh, a ver qué pasa. Que si hace frío, que si nos vamos de maniobras, que si no se cómo puedo soportarlo, que cuando vuelva no me vas a conocer de flaco que estoy…

Lo que no le contaba era que se lo estaba pasando en grande, que el chuloputas que llevaba dentro había aflorado por fin y estaba en su salsa; que tenía un par de buenos amigos madrileños, de esos amigos fieles que solo se hacen entre las duras condiciones de los cuarteles de entonces, y lo estaban espabilando a base de bien; que había comenzado a fumar hachís y marihuana, que hacía sus pinitos con la droga dura, que las chicas de aquellos puebluchos se abrían de piernas con una facilidad pasmosa ante la oportunidad de pillar a un soldadito que las sacara de su pueblo de mierda anclado en vete a saber dónde y en qué época; que practicaba con ellas cada fin de semana y que había logrado convertirse, por fin, en el semental que siempre soñó ser. No le contó que había ascendido a cabo y puteaba a los “bultos” personalmente, ni que el cetme era como una continuación de su cuerpo, ni que, en realidad, no lo arrestaron ni una sola vez, sino que se iba con sus compañeros a vivir la movida madrileña que ya había comenzado y ellos sin enterarse… En fin, algunos detalles se le pasaron por alto, que tampoco es que el recluta González fuera una lumbrera.

Ay, y lo que ella le lloraba, por Dios, cada vez que recibía carta, o cuando no la recibía, y sobre todo cuando llegó Navidad, madre mía qué drama. Y él tan lejos, y ella tan sola y tan desesperada por sus besos, con las hormonas tan revolucionadas que sus ovarios parecían la Plaza Roja de Moscú, con sus sueños románticos y sus ilusiones aún intactas, tragándose las mentiras que él le contaba en sus pocas cartas y soñando cada noche con un reencuentro de película, tan enamorada o más que antes, tan tonta de los cojones como siempre.

Se separa de la puerta y mira su reloj: hala, más retrasos, vaya día me llevas hoy, cari.

“Mira, voy a hacer lo justo porque hoy no sé qué tengo, total un día me puedo encontrar mal ¿no? Vamos, digo yo que tengo derecho a ponerme mala”.

Está pensando hasta en llamar a Montse y decirle que se ha puesto enferma, pero joder, están los trabajos como para jugar con ellos, como para ir haciendo tonterías, si hoy en día quien tiene un trabajo tiene un tesoro, así que saca fuerzas de flaqueza y sigue a lo suyo, con retraso y con pocas ganas, pero sigue. No sabe hacer otra cosa, no sabe mentir bien, aunque hubo un tiempo en que lo hizo, no sabe inventar excusas aunque hubo un tiempo en que las inventó y sobre todo, no sabe superar la melancolía, los recuerdos, el dolor y la mala suerte, aunque lleva media vida intentándolo.

Cinco poemas de Gioconda belli

Invocación a la sonrisa

Dame la ternura desde el sueño,
dame ese cucurucho de sorbete que tenés en la
        sonrisa,
dame esa lenta caricia de tu mano.

Yo te daré pájaros
que cantarán tu nombre
desde lo más alto de los árboles.
Te daré piñas, zapotes, nísperos,
enredaré maizales en tu pelo.
Yo invocaré los dioses de nuestros antepasados
para que caigan tormentas,
para que miedosos y cogidos de la mano,
miremos la furia del rayo y del relámpago.
Yo tejeré ilusiones con ramitas y hierbas,
tocaré las rocas para que brote agua y nos bañemos,
yo haré poemas, cantos,
mi amor, cuando me hayas mirado,
cuando corra las cortinas del sueño,
cuando me coma el sorbete de tu sonrisa.

Y Dios me hizo mujer

Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

Nueva tesis feminista

¿Cómo decirte
hombre
que no te necesito?
No puedo cantar a la liberación femenina
si no te canto
y te invito a descubrir liberaciones conmigo.
No me gusta la gente que se engaña
diciendo que el amor no es necesario
-‘témeles, yo le tiemblo’
Hay tanto nuevo que aprender,
hermosos cavernícolas que rescatar,
nuevas maneras de amar que aun no hemos inventado.
A nombre propio declaro
que me gusta saberme mujer
frente a un hombre que se sabe hombre,
que sé de ciencia cierta
que el amor
es mejor que las multi-vitaminas,
que la pareja humana
es el principio inevitable de la vida,
que por eso no quiero jamás liberarme del hombre;
lo amo
con todas sus debilidades
y me gusta compartir con su terquedad
todo este ancho mundo
donde ambos nos somos imprescindibles.
No quiero que me acusen de mujer tradicional
pero pueden acusarme
tantas como cuantas veces quieran
de mujer.

Menopausia

No la conozco
pero, hasta ahora,
las mujeres del mundo la han sobrevivido.
Sería por estoicismo
o porque nadie les concediera entonces
el derecho a quejarse
que nuestras abuelas
llegaron a la vejez
mustias de cuerpo
pero fuertes de alma.
En cambio ahora
se escriben tratados
y, desde los treinta,
empieza el sufrimiento,
el presentimiento de la catástrofe.

El cuerpo es mucho más que las hormonas.
menopáusica o no,
una mujer sigue siendo una mujer;
mucho más que una fábrica de humores
o de óvulos.
Perder la regla no es perder la medida,
ni las facultades;
no es meterse cual caracol
en una concha
y echarse a morir.
Si hay depresión,
no será nada nuevo;
cada sangre menstrual ha traído lágrimas
y su dosis irracional de rabia.
No hay pues ninguna razón
para sentirse devaluada. 
Tirá los tampones,
las toallas sanitarias.
Hacé una hoguera con ellas en el patio de tu casa.
Desnúdate.
Bailá la danza ritual de la madurez.
Y sobreviví
como sobreviviremos todas. 

Soy llena de gozo

Soy llena de gozo,
llena de vida,
cargada de energías
como un animal joven y contento.
Imantada mi sangre con la naturaleza,
sintiendo el llamado del monte
para correr como venado desenfrenadamente,
sobando el aire,
o andar desnuda por las cañadas
untada de grama y flores machacadas
o de lodo,
que Dios y el Hombre me permitieran volver
a mi estado primitivo,
al salvajismo delicioso y puro,
sin malicia,
al barro, a la costilla,
al amor de la hoja de parra, del cuero,
del cordero astuto,
al instinto.

Las horas contadas. Capítulo 3

Las horas contadas. Capítulo 3

Novela por entregas que puedes leer en mi web desde tu móvil

Cuando entró en el cuarto de baño, lo primero que hizo, después de evitar el espejo, fue notar un hambre de esas vergonzosas, de las que te hacen rugir las tripas, pero hay dos cosas que no soporta hacer: comer entre horas y abrir neveras ajenas, aunque luego, dentro de una media hora más o menos, seguramente no podrá evitar hacer las dos cosas a una.

Tiene toda la mañana por delante y ya sabe seguro que hasta las tres no va a llegar a casa, así que con un café no va a poder pasar toda la santa jornada laboral hasta la hora de comer. Total, tiene permiso de Piluca para coger lo que le apetezca del frigo, así que sin pensarlo, o mejor dicho, pensando que cuanto antes coma algo más tiempo va a tener de quemar sus calorías, se dirige a la cocina para hacerse un café cortado y, tal vez, un yogur descremado o un cruasán de esos pequeños que venden en Mercadona y que ella compra, a saco, para los niños. Bueno, lo de los niños es una metáfora porque ya son mayorcitos. 

Es un coñazo contar la edad de los demás, aunque tengas como referencia la edad propia. Tal vez eso sea de verdad lo malo, tener esa referencia tan palpable y tan cierta, esa reseña del tiempo pasado en el que mientras unos van hacía su plenitud, uno ya comienza a tomar el camino de no ir hacia ningún lado, porque aún se es joven como para decir que eres mayor, pero se es mayor como para pensar que eres joven. Luego será peor porque el camino tomará un derrotero verdaderamente peligroso, la madurez y luego aún peor, la tercera edad. 

No se imagina cómo será el hogar del jubilado cuando ella esté jubilada, si ahora ponen pasodobles y boleros, coplas y chachachás, ¿qué pondrán cuando ella vaya? ¿Bakalao? ¿Funky? ¿Disco? ¿Pop? ¿Rap? ¿El Aserejé y la Macarena? ¿Canciones de la movida? Lo que tiene claro es que Alaska sale fijo, porque esa tía es imperecedera y ha estado en todos los momentos y en todas las movidas de cualquier época, pero lo demás es una incógnita alucinante que no sabe si quiere desvelar.

Abre la nevera y saca el yogur, junto con la leche descremada que vierte en un vasito y pone en el microondas, como si esa fuera su casa. Luego, abre un armario y espera a oír el ping del aparato para ponerle el café soluble. Apoyada sobre el banco de la cocina, abre el yogur desnatado y comienza a tomarlo cucharada a cucharada, sin prisa pero sin pausa. El café quema como un condenado y ella sopla sin darse cuenta, como si no tuviera claro, ya a estas alturas, que aún le quedan casi dos horas más de curro y que va a llegar tarde a todas partes hoy, que no hay prisa, vamos, porque ya la hemos liado desde el principio, cuando te has tirado veinte minutos analizando minuciosamente el vestidor de Piluca y envidiando no solo su ropa, sino el hecho de que ella quepa dentro.

“Joder ya me vale, ahora a ir de culo toda la mañana”.

Pues sí, querida, de culo, tú te lo has buscado por no estar en lo que estás, por andar recordando lo que no debes y a quién no debes como si estuvieras boba. Por tener pensamientos peregrinos que ya no deberías tener, por estar apajarada esta mañana, que parece que tengas más resaca hoy que cuando venias de hacer la Ruta del Bakalao, jodida.

“Si es que ya me vale”.

Se va de la cocina sin terminar el café del todo, con remordimiento de conciencia por lo que va a hacer: fumarse un cigarro en la terraza. En la casa está prohibido y el único que se salta esa prohibición es Enrique que hace lo que le da la gana, aunque como está tan poco en casa ni se nota que fuma, de hecho, ni se nota que vive en ella de no ser por el vestidor y por los resultados que su aseo personal deja en el lavabo.

Enrique es una pieza similar a lo que fue su primer marido, pero con gracia y dinero, lo que le suaviza las formas, aminora las putadas hasta convertirlas en pura anécdota y disimula los vicios hasta que parecen virtudes.

Es increíble cómo lo hace. Cuando Piluca dice que su marido no ha podido dormir en toda la noche por problemas financieros, no deja entrever que es que se ha metido un gramo o dos de coca entre tabique nasal y occipucio; cuando está de viaje de negocios no sabe, o no quiere saber, que le acompañan una o dos señoritas de compañía; cuando dice que es perseverante, no dice que es tozudo como una mula e intransigente; cuando él le cuenta que perdió el avión por culpa de un taxista que no entendía su idioma, no le dice que la taxista era una negra monísima clavada a Naomi Campbell que lo llevó hasta su casa del Harlem y le echó el polvazo de su vida, porque ya se conocen desde que comenzaron las negociaciones con la multinacional estadounidense hace tres años y la llama siempre para los traslados; cuando dice que es un lince en los negocios se calla que no tiene ningún tipo de ética profesional y le importa una mierda pisar a quien se le ponga por delante; cuando dice estar reunido se está metiendo un Cardhu y un par de rayas con el socio; cuando dice que no puede ponerse al teléfono es porque simplemente no le da la gana; y tampoco quiere enterarse de que si anoche le echó un polvo es porque no tenía a nadie mejor a mano y la suya está agotada de tanto tocarse los huevos, que es lo que hace todo el día en el despacho.

Dinero, gracia y una mujer que se traga todo lo que le dice, como la de Jonás, que se creyó el cuento de la ballena, no te jode.

Ella no veía nada aparte de Ángel y así le fue el cuento.

¿Cómo sabe ella todo eso? Pues porque fue cocinero antes que fraile, porque reconoce la  mirada extraviada y desangelada de Piluca antes de ponerse las gafas de sol, y las ojeras antes del maquillaje; porque ha recogido pañuelos de lágrimas y ha hecho como que no veía las muecas de disgusto ante manchas sospechosas o ante citas anuladas; porque ella también intentó justificar lo injustificable e intentó no ver aquello que no quería; porque se mintió durante años; porque intentaba no darse cuenta de que había perdido hasta la dignidad intentando no perderlo a él; y sobre todo, porque intentaba llenar su vida con cosas que le dieran una seguridad en sí misma que había perdido por completo. Piluca tenía su gran vestuario, sus amigas y sus compras, una vida social agitada y las horas completas para evitar pensar y estar sola; ella se había tirado a la coca y por eso también podía reconocer las mentiras de él, porque había sido ambas cosas, víctima y verdugo de sí misma.

 “Las penas con pan son menos penas” vuelve a decirse mientras se da la vuelta y regresa a la cocina para coger el limpiacristales e ir adelantando faena mientras se fuma el cigarrillo, por aquello de no estar parada sin hacer nada. De todas formas, sabe que no se lo fumará a gusto porque perder el tiempo cuando va tan retrasada es algo que la pone nerviosa, así que sin pensarlo más, entra a la terraza con sus armas en la mano y se enciende el cigarro mientras lanza un chorro de líquido blanquecino al cristal. Inmediatamente lo comienza a extender con uno de los trapos que ya ha utilizado en los espejos de los baños hasta una altura prudencial, vamos, hasta donde ve que quedan marcas del agua y luego se aparta para hacer lo mismo con el cristal lateral.

Ahora tiene que dejar secar durante unos minutos antes de eliminar esa película blanca que a ella le recuerda a la de los escaparates vacíos de su época, cuando, no sabe por qué, embadurnaban los cristales por dentro con algo similar a pintura mientras el local estaba en desuso. Para que no se viera el interior imagina, pero sin explicarse del todo si eso era necesario de verdad.

Delante de los billares aquellos de su adolescencia, había una zapatería antigua que tuvo sus cristales así durante años, hasta que alguien retomó el oficio.

En aquella época no había “millas de oro” como ahora, no había más que dos calles con tiendas de todo tipo y luego los negocios se dispersaban por lugares del barrio muy poco estratégicos. Era una época en la que a los clientes no les importaba ir de un lugar a otro porque todo estaba relativamente cerca y porque en épocas anteriores no habían tenido ni el lujo de tener esos negocios, o sea, que iban sobrados aunque tuvieran que recorrer tres calles para comprar lo que necesitaran. No existía el marketing ni la decoración de escaparates ni los personal shoppers o las estrategias de venta. Entonces, las compras se basaban en las necesidades y punto.

Se estrenaba ropa para las comuniones y para Todos los Santos, y abrigo cada tres años coincidiendo con la Inmaculada y a veces estrenabas la ropa de tus hermanos, no la tuya propia, así que era como no estrenar nada aunque te hiciera la misma ilusión.

Ella esperaba con impaciencia heredar una falda color marrón a florecitas beige de su hermana y unas botas oscuras que entonces se llevaban mucho también, para que Ángel la viera distinta los fines de semana, para poder ponerse una cosa el sábado y otra el domingo, como las niñas bien de su colegio, que siempre iban tan monas los días de excursión, cuando se podía ir vestida de particular.

Guarda un mal recuerdo de aquellas excursiones. Parecían una competencia para ver quién iba mejor vestida porque, aun siendo niñas, se las podía clasificar adivinando a qué clase social pertenecía cada una por la ropa de un único día al año, y a veces, aun yendo con el uniforme se adivinaba; era como si las hijas de papá tuvieran algo especial que las hacía distintas a las demás. Vestían igual, llevaban los mismos libros, los mismos cuadernos y hasta bocadillos similares, pero parecían pertenecer a un grupo aparte, al grupo de los privilegiados y eso quedaba patéticamente patente en los días de excursión, cuando la ropa era la de los fines de semana.

Supo que siempre habría clases. Fue haciéndose su círculo poco a poco y hasta olvidó los traumas infantiles con la dichosa ropa, que sirvió para identificarla con las que iban a ser sus mejores amigas porque pertenecían a su misma clase, a esa clase media que siempre está en medio de todo o de nada. La misma a la que cree pertenecer desde hace unos años, clase media baja, a veces más alta, a veces más baja y a veces ni eso, como ahora.

Mira las hamacas en la terraza y se imagina a sí misma leyendo el periódico sobre ellas durante un domingo soleado, tomando café, o mejor, tomándose unas papas y una cerveza de aperitivo. Si algo le envidia a Piluca, ahora en serio, es la belleza y la paz. Mucho más que su vestuario y mucho más que su talla 38-40, mucho más que esa casa en donde no falta ni un solo detalle o, incluso, que la cuenta corriente para gastos que le pone su marido cada mes.

Si algo le envidia es la serenidad, la falta de problemas toscos, sórdidos y banales, la seguridad del dinero, no el dinero en sí mismo, y la belleza que este puede aportar a la vida.

Desde el mirador de la terraza se puede ver entera la plaza de la Paz, con sus árboles, sus jardineras y su templete modernista, que es una cafetería; y los edificios de enfrente, donde los bajos son perfumerías de lujo, tiendas de exquisiteces que antaño fueron ultramarinos ya elegantes, bancos modernos que guardan sabor antiguo. Las viviendas son también antiguas, con fachadas modernistas mediterráneas, y no están hacinadas cinco por rellano, sino una por planta y toda la planta para una. Doscientos  metros por familia, cincuenta metros por persona, que es lo que necesitan para vivir, como si no se pudiera vivir en menos espacio, como si la falta de volumen fuera una grosería para su modo de vida

Se puede ver el Teatro, el Sindicato, el Casino y el Banco de España, todo en el mismo perímetro de la amplia plaza, edificios imponentes, clásicos en su belleza, de solo dos o tres plantas que a ella no le quitan ni un átomo de luz, fachadas neoclásicas, modernistas, bellas, restauradas, que lucen como en su mejor época, elegantes y fastuosas.

Con el cigarro en la boca se da la vuelta y comienza a quitar el blanco líquido que se ha secado por completo, el cristal va apareciendo poco a poco más brillante, con una superficie lisa y hasta suave a la vista, primero uno y luego otro, venga el trapazo con fuerza, sin olvidar los rincones de las cristaleras donde siempre se queda una esquinita blanca que tiene que limpiar con un solo dedo, arriba y abajo, de un lado a otro, haciendo chirriar el cristal hasta que se queda limpio y luminoso como un diamante.

Da una bocanada del cigarro y tira la ceniza en una de las macetas: en esa casa no existen los ceniceros, no como en la suya que siempre están llenos a rebosar porque nadie, salvo ella, se acuerda de vaciarlos.

Le da otra bocanada más y quiere apagarlo, pero no sabe cómo ni dónde, lo único que sabe es que no puede entrar con el cigarro encendido porque Piluca seguro que lo nota al entrar y monta en cólera. Mira para un lado, mira para otro, como si estuviera tonta y al final decide apagarlo con un chorrito de limpiacristales para tirarlo al cubo de la basura, pero ella es una tía torpe y le sale un chorro que vuelve a manchar el cristal recién limpio. Me cagüen la puta, vuelta a empezar.

Repite la operación con la porción de cristal manchado como si fuera una penitencia, como si estuviera entonando el mea culpa, y cuando por fin se ha secado, o lo ha hecho secar ella venga el refregón, lo pule del todo y se larga con la sensación de ser la persona más jodida de la tierra, al menos ese día, porque vaya día me lleva, como para no haberse levantado de la cama, como para quedarse quieta y no seguir haciendo trastadas porque a este paso no se sabe si le va a ir la vida en ello, y no es una exageración, ella es así de torpe.

Se vuelve a las habitaciones de las niñas a ver si las termina de una vez, y en eso el reloj del comedor vuelve a dar la hora, las nueve y media… Joder, si se pensaba que era más tarde. 

Bravo, ha recuperado el tiempo perdido, o tal vez puede ser que haya ido a toda hostia con la aspiradora mientras pensaba en el idiota de Ángel. 

¿Está bien eso de pensar en el padre de tu hijo en unos términos tan despectivos? A ella siempre le había dado rabia esa costumbre de hablar mal del marido, eso tan típico de “díselo al imbécil de tu padre” que su madre solía repetir tantas y tantas veces, pero ese no era su caso, ella estaba divorciada de aquel señor, por decirlo fino, desde hacía casi veinte años, o sea, desde hace tanto tiempo que tendría que haber olvidado su cara, sus gestos, su voz, su cuerpo. Pero hoy no, hoy está tan presente que casi que puede oler el Brumel de su colonia y el aroma a jabón lagarto, que no de Marsella, que se desprendía de su ropa recién planchada. Casi puede evocar la forma en que, hace treinta años, la miraba al salir del colegio con los libros a cuestas y la seguía con la mirada por la avenida flanqueada de moreras que la llevaba desde su colegio a casa. Hasta puede oler las golosinas del señor del carrito que vendía regalices y chucherías  y que siempre se ponía a las tres en la puerta del edificio. El mismo señor pequeño y lúgubre que por las tardes, a partir de las cinco, se volvía arrastrando el pesado carrito, que no era más que un carro de burro pintado y remodelado hasta parecer una cosa decente, y se metía en su kiosco, un lugar fétido en una casa vieja, oscura, con grandes portalones de madera carcomida y luces apagadas. Siempre olorosa a vino de barrica y a las jaulas con conejos que criaba en el patio, con un tufo rancio a regaliz de palo, a excrementos de roedor, hojas de morera y gusanos de seda, igual que su dueño, que además ocultaba en la trastienda, bajo kilos de mugre, revistas porno antiguas, calendarios de chicas ligeras de ropa y sus vicios.

Cuenta la leyenda que lo metieron en la cárcel por meter mano a niñas. Que tenía la insana costumbre de bajarse los pantalones a la menor indicación y enseñar sus vergüenzas a púberes inocentes que no tenían ni idea de lo que hacía ese señor con la mano mientras las miraba; cuentan que le cerraron el kiosco por guarro, porque no fregaba nunca el suelo y porque aquello era un nido de ratas que chupaban las regalices y los dulces que luego vendía en el carrito a la puerta del colegio, y que nunca se supo más de él.

Esas cosas ahora no pasan, se dijo, o no pasan de la misma manera, los tíos pervertidos no son tan lúgubres ni tan sospechosos, ahora podrían engañarte fácilmente porque no los ves venir, pero entonces no, entonces los tipos eran sospechosos de arriba a abajo, les veías algo extraño aunque no supieras qué era, eran sucios y descuidados, vestían mal y eran pobres como las ratas que criaban. No como ahora, que hasta el director del FMI es un presunto pervertido, y mira, como que lo disimula de cojones.

Ángel la esperaba, como por casualidad, cada día a las cinco, y si no lo hacía también a las tres era porque no le daba la gana ya que ni estudiaba ni trabajaba, y mientras sus compañeras se reían por lo bajo al verlo, señalándole con un dedo mal disimulado y con miradas de pura tontería, ella apretaba las carpetas sobre su pecho para taparse, ralentizaba el paso y se dedicaba a hacer como si no lo viera, hasta que pasaba por delante y se alejaba. Solo entonces se daba la vuelta para ver si él la miraba, y normalmente lo hacía, la miraba, de hecho la escaneaba de arriba abajo con una mezcla de deseo y de propiedad que muy pocas veces ha visto en un hombre, más que nada porque hay que ser ridículo para mirar así a una cría de trece años, castigando, poseyendo, marcando, decidiendo, todo eso sin palabras, sin cruzar dos frases, sin estar solos y sin que le haya dicho absolutamente nada.

Pero no importaba, era la época del tonteo, la del acercamiento, la de aproximación y cortejo. Paso primordial para etapas posteriores en las que ya todo comenzaría a tomar forma. No importaba que aquel comportamiento fuera de lo más parecido a lo que Félix Rodríguez de la Fuente podía explicar en El hombre y la tierra, porque en verdad era más o menos igual; danzas de seducción, mostrar las plumas, exhibir encantos, masculinidades y cierta voluptuosidad hacia la hembra de tu especie. Lo de siempre, pero sin llegar al apareamiento en tan corto plazo de tiempo como los animales, el cortejo humano era bastante más lento y complicado, complejo se podría decir.

Ella llegaba a casa y tras comerse un mini bocadillo de merienda a toda prisa, se largaba a los billares donde ya estaba él de nuevo, esperándola, como si tuvieran una cita. Ay Dios, y cuando no estaba era un suplicio: las preguntas, la indecisión, las dudas, los malos pensamientos, la espera… Y si no iba era ya el acabose: las lágrimas nocturnas, el miedo, la sensación de vacío, la incertidumbre, los celos… joder qué drama.

Total, para lo que luego pasó, hay que ver.

Le da la impresión, al recordar esa imagen, de que ella era un corderito y él un lobo hambriento. Ella, tan niña, con calcetines y uniforme, con las carpetas forradas de fotos de Pecos y Miguel Bosé apretadas contra el pecho que le creaba tantos complejos, la coleta blandiendo en su espalda con un lazo azul marino o blanco de raso, la mirada aún inocente e ignorante, esperanzada, sin saber exactamente qué era eso que brillaba en los ojos de él al mirarla caminar, pero notando el calor que despedía en ese preciso instante, como si le quemara la piel en cualquier lugar de su cuerpo en el que él pudiera fijar la vista. Notando la más básica y física diferencia entre ambos, como si eso, por primera vez, no fuera un impedimento para jugar juntos a lo mismo, a algo distinto, como si de alguna forma, que no lograba adivinar, se complementara con aquel chico que ya era, a todas luces, su novio.

Fue en aquella época cuando comenzó a leer las revistas de su hermana mayor, Súper Pop, y sobre todo, Nuevo Vale, que era la más guarrindonga de las dos, con artículos como “¿Conoces su cuerpo?”, “¿Sabes lo que le gusta a él?”, “Dime cómo besas y te diré quién eres” y por supuesto, el magnífico apartado de “Mi primera vez”. En los 40 principales se oían canciones como Las chicas son guerreras o Chicas de colegio y todas le parecían dedicadas a ella. Envalentonada por los acontecimientos y la información, aquella primavera despertó del todo, o tal vez no era ni primavera siquiera, aunque a los trece años siempre lo parezca. El amor le había dado alas y se estaba espabilando. Pronto no se conformaría con las miradas y alguna frase suelta, sino que le pediría algo más, algo: una salida al cine, a la pastelería, que entonces abrían sábados por la tarde, una mano al futbolín o un “acompáñame a casa que está oscuro”, algo similar. Él la invitaría a una coca-cola y la acompañaría casi sin hablar, dejando, eso sí, que notara su presencia mientras vigilaba que no los viera nadie de la familia, hermanos mayores y padres sobre todo.

Seguían cumpliendo el rito paso por paso.

Tal vez a ella no le hubiera convenido nunca un tipo como él, pero eso es algo que entonces no se sabe y ahí radica su gracia, en el no saber, en el no poder ver el futuro ni adivinar lo que te va a pasar, en aprender, en descubrir, en reinventar creyendo que todo lo estás inventando tú en ese preciso instante, como si esas cosas no se hubieran producido de la misma forma desde mucho antes de que nacieras. Como si todo fuera nuevo y limpio. Como si la maldad no estuviera en este mundo y te pudieras permitir el lujo de creer que la vida es un paseo en barca.

Llevaba un retraso, de como mínimo tres años, en la adolescencia de su hermana, que era la cabeza loca de la familia y la que se había ido avispando mucho más rápido. Ella consiguió su primer beso, sin lengua, dos años antes, o sea, a los once, mientras que ella a los trece aún seguía soñando, pero qué se le va a hacer si Ángel la trataba como oro en paño, como a un tesoro en una urna de cristal, si no se atrevía ni a tocarla. Habían comenzado a hablar hacía muy poco tiempo y las cosas no tienen que ir tan rápido ni ella tiene que ser tan fácil como el putón verbenero que era su hermana mayor. A ella ya le picaba, como se suele decir, pero aguantaba como una jabata los pocos adelantos que Ángel hacía en su relación.

Una relación que iba viento en popa, mucho mejor de lo que ella misma se atrevía a pensar porque Ángel ya había decidido que ella iba a ser la mujer de su vida, la madre de sus hijos, la chica con la que se iba a casar en unos años, cuando al volver de la mili se pusiera a trabajar y a ahorrar dinero para un piso en el que vivir con ella, con su niña de larga coleta y uniforme a cuadros, con la niña de los ojos inocentes que no salía por la noche ni bebía ni fumaba ni conocía a otro ni le había gustado ningún otro más que él.

Si tenía ganas de fiesta o ganas de hembra salía por la noche a la caza y captura, era normal que un chico tuviera mucha más experiencia que ellas ¿no? Se sentía impune, como con derecho a todo, de hecho, jamás tuvo ni un solo remordimiento o pensamiento de infidelidad. Le decía a la incauta en cuestión, mientras se subía los pantalones, que no se hiciera ilusiones, que él tenía novia, pero novia formal, de las de antes, de las que se respetan hasta el día de la boda, y la interfecta le contestaba un “pues que te aproveche”, comenzando ya a lamentar no solo el haber ido a la cama con un tío así de lerdo y torpe para echar un triste polvo, sino a sentir una especie de misericordia por semejante boba.

Ya era un tío anticuado por aquellos remotos principios de los años ochenta, joder, si pensaba como su padre, así que no se explica cómo narices cambió tanto después, cómo se modernizó y se le giró la pinza de tal manera, pero eso es otra historia que casi que prefiere olvidar, porque le trae a la memoria situaciones que no le hacen sentir precisamente orgullosa de sí misma y que quiere relegar al olvido de una vez por todas, pero, maldita sea, con el día aciago que me lleva, seguro que hoy le da por pensar en ellas, como si lo viera.

Las horas contadas capitulo 2

Sale de la habitación mientras cierra la puerta despacio, como si no quisiera hacer ruido o como si cualquier ruido le fuera insoportable en aquel momento. Sabe que necesita un poco de paz y el silencio es como un lujo, así que no quiere romperlo ni siquiera con música.

Lleva el mp3 en el bolso con un montón de canciones que ha ido colocando y que se suele poner para ahuyentar la soledad, algo tan flexible y elástico que algunas veces le resulta bastante incómodo y otras necesario; como el tiempo, que unas veces pasa lento y otras demasiado deprisa.

Cuando era niña el tiempo parecía no pasar nunca y la soledad era una palabra extraña de la que no conocía cierto el significado.

Siempre había estado rodeada de gente. Siempre. Padre, madre, hermanos, abuelos, primos, amigas, monjas, profesoras. Siempre alguien. Y cuando estaba hasta las narices de ellos y de su presencia, no sabía que en el fondo estaba buscando la soledad, porque para ella el sentimiento de soledad no era ni mucho menos estar sola, sino sentirse sola que es muy distinto.

En aquel entonces se sentía sola cuando estaba rodeada de gente, pero nunca cuando lo estaba físicamente, y aun así, no le podía llamar a eso soledad porque no sabía que es algo más que la sensación de sentirse solo entre la gente, algo mucho más intrínseco y mucho más doloroso, algo mucho peor que estar sola por completo y desamparada del todo, algo mucho más profundo que aislarse, más hondo que la incomunicación a la que su forma de ser o pensar le llevaba.

La soledad es mucho peor cuando te sientes solo entre gente a la que quieres tener cerca y el desamparo proviene del interior de una misma. Solo entonces se está tocando la verdadera soledad.

Mientras no es así, aún queda la esperanza de que alguien pase y recoja tu soledad, alguien, quien sea; tu madre, tu hermana, tu marido, tus hijos o vete a saber quién. Pero cuando una depende de sí misma, cuando la esperanza se ha desvanecido y no hay nadie que recoja tus miserias, cuando tienes que ser tú misma quien se agache a por ellas y luego se levante para arrastrarlas, joder, entonces estás jodida de verdad. Y más sola que la una.

Pero hoy tenía el día reflexivo, el día tonto, y como que necesitaba esa soledad, por eso no se había acordado siquiera de hacer algo que ayudara a pasar el tiempo más rápido, porque el tiempo, también es verdad, pasa más rápido cuando se está en compañía o cuando se hace algo para fingir que se está.

Sacó el cubo de la habitación con cuidado de que no se le derramara ni una sola gota en el parqué del pasillo y se encaminó hacia la cocina, donde sintió como una victoria no haber manchado la madera del suelo y, sin más, entrando como una heroína, se dirigió a la galería donde vertió el agua sucia, enjuagó el cubo y lo dejó bajo el grifo abierto para volverlo a llenar de nuevo. Se dirigió a las habitaciones de las niñas, aunque no estaba bien llamarlas niñas porque las tías ya estaban bastante creciditas.

Sus habitaciones eran preciosas, pero lo más llamativo era que en medio de ambas había un baño para las dos, de uso exclusivo para ellas y que se comunicaba por las dos puertas. 

Una feliz idea de Piluca que creía que sus dos retoños siempre iban a llevarse tan bien como para poder usar un baño conjunto sin reñir, pero la época en que habían compartido orinal con forma de patito había pasado a mejor vida y ahora discutían cada vez que una de ellas entraba y echaba el cerrojo en la puerta de su hermana para evitar ser molestada. Ya sea por casualidad ya por cojones la historia se repetía infinitamente, varias veces, día tras día, como un bucle, como en la película Atrapado en el tiempo, de forma incesante y trágica, porque eso era otra cuestión, cada cerrojazo en puerta propia era una tragedia griega y en puerta ajena una venganza de los dioses: justa e impepinable.

A ella la ponían a parir.

No sabía si es que la adolescencia se había alargado peligrosamente hasta los treinta o es que ella había madurado demasiado rápido, pero, no es por nada, en su época esas cosas no pasaban y no era porque no hubiera tontería en aquel entonces, que la había también.

Que se lo digan a ella, que fue a un colegio de monjas, si había tontería o no.

Abrió las puertas intermedias y las ventanas para que se ventilara todo bien ventilado. Era un placer que entrara el sol y el viento en aquel ático a esas horas tempranas de la mañana mientras ella procedía a la limpieza, como si se llenara de vida tras la noche y todo retornara a su color y posición correcta. Como si el aire de mayo cargado de perfumes pasara por entre aquellas habitaciones y lo dejara todo limpio por sí solo.

Amontonó las sábanas de las dos habitaciones en un rincón del baño, y estaba a punto de cogerlas para llevarlas a la galería y poner la segunda lavadora de la mañana, cuando sonó el móvil en su bolso.

No podía ser nada bueno, desde luego, porque su marido para decirle “hola, cariño, cómo estás”, fijo que no era y cualquier cosa distinta iba a ser necesariamente mala.

-¿Sí?

-Oye, soy Piluca, un par de cositas… ¿Puedes hacerme la cristalera del comedor? es que las niñas, regando las plantas, la mojaron toda, ya sabes cómo son de bobas estas hijas mías.

-Huy, no sé si me va a dar tiempo.

-Bueno, tú hazlo primero que nada, si acaso te dejas el baño de invitados para mañana. Otra cosa, en el armario del zaguán te he dejado un par de bolsas con ropa para tu niña, es que ayer estuvimos de limpieza general de armarios.

-Ah, vale, gracias, Piluca.

-De nada, mujer… es una pena que la mía no te vaya bien porque me ha tocado tirar cada cosa más mona, me da un coraje, de verdad… a ver quién se pone eso ahora… porque algunas cosas se las doy a mi madre, pero claro, ella, o sea, como que es más clásica.

-Sí, claro.

-Pues eso, acuérdate de llevártelo, no me dejes ahí la bolsa tres días como la vez anterior, y acuérdate de la cristalera porfa…

Se fue como un pato hipnotizado hasta el armario del zaguán y abrió una de las puertas para encontrarse dos bolsas tamaño familiar de El Corte Inglés llenas de ropa bien doblada y olorosa a suavizante y perfume caro.

“Me cagüen la puta, ¿y cómo me llevo esto a casa?”

Pues a pinrel, o sea, en autobús, como toda la vida, lo más que puede hacer es llevarse hoy una y mañana otra para no ir cargada de un lado para otro como una burra, pero las indicaciones son claras, llévatelas de una puta vez, es lo que ha querido decir, quítamelas de delante, pero ya.

Bueno, a su hija le iban de perlas, tenía un buen fondo de armario con ropa de segunda mano que parecía nueva, de hecho, a veces hasta con etiquetas. Le venció la curiosidad y miró dentro de una… dos jerséis, dos camisetas de tirantes…joder los Lois que su hija le había pedido el año pasado. Qué cosas, aquellos vaqueros de su juventud que pasaron a mejor vida y que habían vuelto con tanta fuerza que ahora costaban un ojo de la cara en cualquier tienda. Qué suerte, se iba a volver loca cuando los viera, vamos, o eso creía, porque la opinión de su hija tampoco es que fuera muy firme.

Lo dejó todo dentro de nuevo y dejó las bolsas en la entrada para no olvidarlas al irse, ya lo miraría en casa cuando llegara.

Al cerrar el armario ve otra bolsa con la ropa que le había preparado a su madre y extrae un pedazo de traje alucinante… llamar clásica a esa mujer era, como poco, una gilipollez porque tenía una edad que más que clásica era de anticuario, pero cómo le dices eso a Piluca, vamos, y cómo que no le va a quedar mono el Dolce & Gabanna. Cuestión de estilos, vaya. 

Hay auténticas monadas, de boutique cara, fíjate. Con esto iba ella a tener ropa para cinco años, ocho bodas, tres comuniones y hasta más de un funeral. Coño, que no la tuviera hasta para el propio.

Con un poco de suerte el domingo que viene hace limpieza en el vestidor, zona izquierda, o sea prêt-à-porter masculino y le caen unos vaqueros para Paco o un traje de esos de todos los días que le vendría de perlas para la boda del sobrino que tienen en agosto. Por Dios, que ocurrencia casarse en agosto con el calor que hace y las tormentas que hay.

Ella, como siempre, irá de negro a la boda, por eso de que estiliza, toda sudada, con la cara enrojecida, el maquillaje corrido y los pies en llagas para poder entrar en los tacones. El pelo de peluquería se le quedará hecho una mierda cosa de dos horas antes de misa y, en cuanto pruebe los aperitivos, el vestido comenzará a apretarle en la zona abdominal, por no hablar de que cuando se siente se le marcará la barriga y tendrá que usar el truco del mantel para salir en las putas fotos de siempre.

Joder, cómo odia las bodas, sobre todo por lo que tienen de cursis, por ese romanticismo embotellado que a ella le da tanta grima, ese mostrarse tan locamente enamorados sin dejar nada a la espontaneidad, como si fuera obligatorio ser insultantemente felices, sonreír como si te fuera de puta madre y, lo que es peor, demostrarlo, restregártelo por la cara, para que te jodas.

Ella había discutido con su marido la noche antes del enlace, cosas de la despedida de soltero, pero oye, como si nada.

Bueno, no tuvo más remedio, porque estaba en estado, así que no le quedó otra que apechugar con los primeros, que no únicos, cuernos de su matrimonio, pero eso es otra historia, ahora ya nadie se casa de penalti ni nadie se enfada porque le pongan los susodichos cuernos. Ya nadie se rasga las vestiduras, ya nadie se divorcia, ¿o sí? ¿Se sigue divorciando la gente por eso? Bueno, a ella no le sentaron mal los cuernos en sí, sino que no se lo dijera, que todo el mundo lo supiera menos ella, como si fuera la tía más tonta del planeta. Como si fuera gilipollas, que lo era. Como si por estar embarazada le quisieran ahorrar el disgusto mientras por detrás decían que iba a rayar los frescos de la cúpula de la iglesia con las astas.

Vamos, que el día que se casó les parecía a todos una vaca sagrada, con cuernos y preñá. Con unas tetas tan enormes que hubo que sacar la tela del corpiño dos veces y, además, hasta con ganas de embestir al gilipollas de su marido. Luego se le pasó, por la tontería de ceremonia debió ser, por lo romántico de los votos, por los lagrimones de su suegra y de su madre, por lo que de sagrado parecía tener ese ritual.

Gilipolleces. Lo que mal empieza mal acaba, se dijo, y siguió por el pasillo hacia las habitaciones de las niñas tras guardar el móvil en el bolsillo, como si tuviera intención de esperar una llamada.  Volvió a la habitación y enchufó la aspiradora para pasar el suelo. Lo estaba haciendo al revés. Primero, antes de pasar el aspirador, tenía que limpiar el polvo de los muebles, de lo contrario se quedaría flotando en el aire. 

Definitivamente, ese no era su día.

Tomó el trapo junto con el producto para superficies delicadas y comenzó a frotar suavemente toda la extensión de madera lacada, dejándola brillante y olorosa, pasando de un mueble a otro, por las mesitas, los cabezales, la cómoda, el escritorio y el sifonier. Solo entonces volvió a encender la aspiradora. El ruidito era hipnótico, y qué suave se deslizaba por el parqué, así daba gusto limpiar, con cierta comodidad, incluso.

No sabía por qué había pensado en la boda…

Ahora le venía a la cabeza la suya, la primera y, como siempre que eso sucedía, se preguntó qué habría sido de Ángel, el demonio de su primer marido, el que tenía ese nombre solo para disimular, el muy jodido. Jamás un nombre estuvo más mal puesto, más desacertado, y jamás otro nombre podía mentir tan descabelladamente como ese. Ángel, qué poco acierto había tenido su madre.

Ángel había sido el tío más chulo y guapo del barrio, pero chulo y guapo al estilo de principios de los años 80, o sea, que ahora ves las fotos de entonces y ni es guapo, y si parece chulo es por la pinta de proxeneta que lleva el colega, por nada más. Pero en aquel entonces era un sueño de chico, tan mono, con sus ojos azules y su medio tupé, con aquellos enormes zapatos blancos y calcetines inmaculadamente blancos también; montado en su Vespino color azul eléctrico, con aquellas camisas cosidas a mano y a máquina Singer por su madre que las copiaba de las que salían en Aplauso, con aquellos vaqueros marcándole culito, con su imperecedero cigarro en la boca, las gafas de sol estilo Ray-Ban de imitación y su limpia sonrisa sin manchas de tabaco. 

Ella tenía entonces trece añitos y él casi veinte, pero era normal que el chico le llevara unos cuantos años de ventaja a la chica. Ya se sabe que las mujeres envejecemos más y más pronto que los hombres, o al menos eso le dijo su madre. Aún llevaba calcetines, ni siquiera sabía que las medias existieran, y tampoco se cambiaba de ropa cuando él iba a verla, para qué si la había conocido con el uniforme del colegio y sabía perfectamente su edad.

De hecho, en aquella época parecía que las buscaran más jóvenes que ahora, se querían así asegurar que llegaran enteras al altar, por lo visto. Era como ir criando un polluelo para luego comértelo, sabes que ha sido cuidado, mimado, sabes lo que ha comido durante casi toda su vida, porque has sido tú mismo quien le ha ido dando migajas de pan y puñaditos de pienso, eres quien lo ha vigilado, quien lo ha tratado con esmero, llevado sobre algodones hasta que ha crecido lo suficiente, y entonces, seguro de su calidad, de su sabor, de que has ido moldeándolo a tu apetito, ¡zas! te lo zampas.

Te lo comes enterito, de una sentada, pero ¡oh milagro!, al día siguiente ese polluelo sigue vivo, sigue estando a tu lado y le encanta que le hinques el diente. Le flipa que te lo comas. Se deja comer cada vez que tienes hambre y aprende a comerte a ti. Confunde esas dentelladas con caricias. Confunde la necesidad con el amor y se va dejando hasta que un día, sea por lo que sea, espabila y se da cuenta de que está hasta las narices de que te lo comas sin dar nada más a cambio. Resulta que el polluelo no era un polluelo, sino una hija de puta que te envía a la mierda cansada de comer sin ganas.

Bueno, no es un ejemplo muy vivificante, pero es su ejemplo, el que se le ha ocurrido mientras pasa la aspiradora a un cuarto que no es el suyo ni el de sus hijos. Tampoco es que sea una lumbrera como para inventar metáforas edificantes y moralejas de fábula, es lo que hay y punto.

A ella le da la impresión de que fue algo así porque más o menos lo fue.

Él la eligió de entre cuatro tontas de la pandilla que llegaron a envidiarla (lo que son las cosas) y poco a poco la fue apartando de ellas hasta que su mundo se redujo a esperar a su novio en casa, aguantar plantones y soportar amigotes.

Ella fue la elegida. Lo que aún no sabe es por qué. 

Qué coño hizo para que la eligiera y la diferenciara de las demás. Para ir preparándola y moldeándola a su gusto. Para que ella misma se supiera favorita y comenzara su propio camino hacia el altar de los sacrificios, sacrificio de sacrificar, no de hacer sacro.

El lugar en que lo conoció era un salón de billares infestado de futbolines, maquinitas de marcianitos y adolescentes con acné, que hacía esquina entre dos calles tan estrechas y cerradas que solo pasaban por ellas las abuelas que iban y venían de misa. Tenía que ser en un lugar así, modernamente ochentero y reciclado de los setenta, con una tenue luz oscura por culpa de los cristales sucios y del triste funcionamiento de las bombillas, que no iban a tope con los contadores de electricidad de ciento veinticinco. 

Así, a media luz, como en un tango, se vieron por primera vez.

Ella aún con faldita y calcetines y él ya con su vocación de chuloputas, salvo que esa era la pinta que todos tenían por aquel entonces y ellas asumían completamente el rol que les tocaba en la sociedad del momento.

Miradas y sonrisas, más miradas y silencios; si la veía hablar con otro chico se hacía el ofendido, si él hablaba con otra chica era para darle celos. Fumaba y la miraba tras las gafas oscuras, hablaba con sus amigas, pero no con ella, como si la castigara por algo que no recordaba haber hecho. Pasaron meses hasta que hablaron entre ellos dos y resulta que, en el fondo, no tenían tampoco mucho que decirse.

Podría haberse desilusionado con su cháchara de paleto y su poca educación, pero joder, no sabía nada de hombres así que confundió su parloteo con timidez y sus silencios toscos con rudeza varonil, total, que se enamoró del tío más impresentable y más cazurro del mundo y parte del extranjero. 

Tenía trece años, se dice a sí misma como excusa, pero coño, no hay excusas que valgan porque la tontería le duró hasta los veinticuatro, así que no me jodas, era más que tiempo suficiente como para darse cuenta de qué clase de tipo era Ángel.

Once años, once largos y jodidos años en los que creyó que eso era lo que había, sin más. Es lo que hay.

Te pueden putear, te pueden chulear y te pueden vacilar, y tú, como una gilipollas, te lo tragas todo porque, a ver, ¿qué cojones vas a hacer sin oficio ni beneficio, con un crío pequeño y sin un lugar donde meterte? Pues a joderse toca.

De todas formas fueron unos años maravillosos, los primeros quiero decir, cuando aún conservaba las ilusiones, los sueños y las esperanzas intactas. Cuando la miraban de soslayo porque era la novia de Ángel, envidiada y respetada por unas y otros, por gente de todas las pandillas que confluían en aquel salón de marcianitos rancio donde el dueño los miraba como sospechosos de algún crimen.

¿Por qué los dueños de aquellos locales tenían esa mala hostia? No es normal, piensa ella sin que venga al caso, porque hoy si entras en un local y el tipo es un pájaro de mal agüero, un tío guarro que fuma caliqueños, que no se afeita, que no se lava más que para fiestas patrias, vamos, como que no vuelves en tu vida. Pero entonces no, entonces volvían, todas las tardes, sobre todo los sábados y los domingos, sobre todo cuando anochecía y el tío ya iba medio borracho de vino cabezón y era todavía más insoportable y su mirada turbia, junto con la mala leche habitual, lo tornaban realmente amenazante y siniestro.

Pero volvían. ¿No iban a volver si era ahí donde se manejaba todo el cotarro los fines de semana por las tardes?

Ella no iba a discotecas ni boîtes, ni siquiera tenía edad, no iba a ningún sitio salvo ese y se volvía a casa antes de las nueve de la noche, justo en el momento preciso en que él, su novio, regresaba a la suya, cenaba, se hacía el tupé, pillaba la moto y se largaba a ligar con las otras a discotecas donde todas tenían dieciocho años, fumaban como meretrices, salían de noche, bebían cubalibres y llevaban unas minifaldas de infarto.

Las otras, esa palabra que sirve para designar a las que no son como una, en este caso, decentes. 

Las otras, que tal vez por ser menos decentes sabían distinguir a un gato de un tigre, chicas que huían de Ángel tras un par de noches o tres, mientras ella se quedaba, mientras ella lo esperaba y lo soñaba como quien sueña con el príncipe azul, dotándole de virtudes que no poseía, de méritos que nunca lograría tener y de metas que nunca lograría alcanzar.

Eran novios y, sin embargo, aún tenía que soñar con el primer beso, cuánta inocencia, cuánta gilipollez por Dios, cuánta moral patriarcal y trasnochada, el primer beso, la primera caricia, el primer beso con lengua, la primera caricia debajo de la ropa, la primera vez, las relaciones extramatrimoniales, como las llamaban entonces, el misterio de lo oculto y el placer de lo prohibido, el temblor del pecado más gordo y placentero de todos, algo llamado sexo.

Mentira, ni se le llamaba por ningún nombre, era simplemente “Eso, ya sabes” o puntos suspensivos como muy bien dicen en el musical de ABBA.

Ella igual esperaba, ella era su novia aunque nunca hubieran estado juntos y solos ni cinco minutos, pero ya estaba marcada, como el ganado, por el ojo sabio y el hierro candente de su dueño. “Esa es de Ángel”, se acordará toda la vida de aquella frase que escuchó una vez al pasar por delante de unos chicos para cambiar unas monedas que echar al futbolín. Era de Ángel, como si ya fuera propiedad privada, como si ya le perteneciera, como si ya fuera suya ante Dios y ante los hombres, pero lo que más rabia le da, lo que más le jode al recordar esa sentencia, es lo orgullosa que se sintió al escucharla en aquel momento. 

Tenía dueño, tenía amo, pertenecía a un hombre.

O por lo menos así lo creyó entonces, porque luego lo único que tuvo fue un gilipollas, un mamarracho que le hizo la vida imposible. Pero no entonces, no cuando era todo bonito y cuando aún creía en cuentos de hadas y princesas. No cuando aún saboreaba los pirulís de azúcar quemado y no sabía caminar con tacones. No cuando creía a pies juntillas lo del tesoro que según las monjas guardaba. No cuando soñaba con entrar a una iglesia vestida de blanco, no cuando creía que lo más lejos que se podía llegar era a ser besada. Ni siquiera cuando supo la verdad y se asustó y le fueron entregados los complejos y las represiones que iban ligados a su condición femenina, dudó de él. Él era un sueño, era su príncipe azul y la despertaría de su sueño con el primer beso de amor.

“Me cagüen Disney y en Perrault un millón de veces, me cagüen los hermanos Grimm y hasta en Hans Cristian Andersen si hace falta por más que me guste La sirenita, me cagüen tó”. Si es que éramos tontas, joder, piensa mientras pasa el aspirador por debajo de la cama.

Le da al interruptor para que se enrolle el cable de la aspiradora y se mete en el baño procurando no mirarse en el espejo. Ya ha tenido bastante, no hace falta flagelarse de esta forma; mirarse una y otra vez para ver en lo que se ha convertido aquella niña de largas coletas y cortos calcetines color blanco, aquella niña que creía en el futuro, que tenía un futuro y que no sabe dónde fue a parar.

Ay Dios, cometió un error, bueno, para ser sinceros fueron varios errores, pero aún así no puede remediar pensar que hubo un tiempo en que aquello era hermoso, que hubo un tiempo feliz, aunque fuera basado en la ignorancia y en la inocencia. Una inocencia y una ignorancia que las familias, la sociedad y las monjas auspiciaban y prolongaban convirtiéndola en analfabetismo y nulidad, que favorecían para preservar algo que era un valor a la baja y un criadero de complejos y represiones, de miedos y confusión, un oscurantismo casi propio de la Edad Media, que era como se pensaba en la España donde sus padres se criaron y que en ciertos lugares no se modernizaba ni a golpes de Súper Pop, Hola, Interviú, destape, democracia o manifestaciones.

Jesús, qué época. 

Las tormentas

Siempre le había dado miedo los rayos. Quizás era alguno de esos traumas infantiles o quizás era que los había visto muy de cerca.

En los finales de verano de su niñez y juventud, rodeada de naranjos, el aroma de la lluvia sobre el suelo seco del huerto le producía una extraña melancolía que no lograba explicar. Le gustaba la lluvia, pero le daban miedo las tormentas.

Esas tormentas brutales que encogían el alma con cada trueno, con cada destello de luz en el cielo, con cada uno de los truenos que sonaban cerca, muy cerca, cayendo en un mar inquieto que estaba a poca distancia y que podía escuchar rugir a medida que era herido por las corrientes eléctricas del táser celestial.

Pero aún tenía más miedo si era de noche. Entonces, por segundos, se hacía la luz y el cielo parecía formar esqueletos de árboles que herían la tierra y dejaban un olor agrio a azufre.

¿Cuánto duró ese miedo? Años. Años de tormentas, años de lluvias, años de truenos y rayos.

Alguien le dijo que una debe superar sus miedos enfrentándose a ellos, pero, ¿qué sentido tiene enfrentar una tormenta? ¿Cómo puede plantar cara a la fuerza más poderosa de la naturaleza?

Aun con el paso de los años, escondía la cabeza bajo las sábanas. Habían siempre truenos a su alrededor, dentro de su casa, en los pasillos, en el comedor lleno de recuerdos de boda y vajillas sin usar, en las habitaciones vacías de los niños que ya no estaban. En medio de la cocina que calentó tantos pucheros los fríos días de invierno en medio de lluvias más apacibles. Truenos de aquella voz y aquella garganta que tenía introducidos en los oídos por la fuerza de la costumbre. Y ese mismo miedo a que la tormenta se desatara. No sabía ni verla venir, pero sentía el petricor del instante antes, como una especie de alerta del fin del mundo. El aroma de la amenaza silenciosa, las ganas de volatilizarse como el éter del ambiente, las mismas ganas de meter la cabeza debajo de las sábanas.

Pero le repitieron que una debe enfrentarse a los miedos, y ella seguía haciéndose la misma pregunta: ¿cómo hacer frente a una tormenta? ¿Cómo enfrentar una fuerza de la naturaleza?

Oye como la amenaza se acerca, esta vez en el cielo y en la tierra. Las nubes oscuras se ciernen sobre el paisaje, en la ventana, en el cielo, en el pasillo, desde la habitación. Suenan truenos, caen las primeros rayos; no llega a poder oler ni el aroma de tierra mojada ni el del café recién hecho.

Es verano otra vez y la tormenta va a disipar los vapores del bochorno que no le permiten moverse, pero ella no lo sabe todavía. Es final de verano y la tormenta va a acabar con la humedad pegajosa que lleva toda la vida adherida a la piel.

¿Quién le dijo que cuando hubiera tormenta debía subir a la azotea y mirar los rayos a los ojos? ¿Quien le dijo que era la única forma de perder el miedo?

Corre dejando atrás el trueno de una voz áspera y ronca. Corre por el rellano y llama, ansiosa al ascensor. Atrás se oye un portazo y entonces cae en la cuenta de que no ha cogido las llaves, pero tampoco le importa. El ascensor se para con un ruido seco y por un segundo piensa que aún puede volver. Sin embargo, sabe que no hay regreso posible. Ya no. Corre hacia la puerta metálica y no quiere pararse a pensar lo que está a punto de hacer.

Sus pies descalzos tocan el suelo mojado. El liviano vestido de verano se adhiere a su cuerpo como una segunda piel. Se moja por completo instantáneamente. Una lluvia fresca la limpia de los sofocos y ardores, de polvo áspero. Sacia una sed que no sabía que tenía.

Los rayos rompen el cielo y lo resquebrajan como si clavaran puñales en su oscuridad. El ruido de los truenos es ensordecedor. Doce plantas de altura son un muro, una plataforma para elevarse sobre sus miedos. Cierra los ojos y se deja mojar. No piensa correr a esconder la cabeza debajo de las sábanas. Ya no.

Solo se queda quieta dejando que la lluvia acaricie su piel, escuchando los ruidos amortiguados de la ciudad, algún claxon a lo lejos, sonidos sordos, como si estuviera dentro de una campana de cristal. Deja que la naturaleza siga su curso. No puede enfrentarse a ella, pero si a su miedo. Ve las luces rompiendo la bóveda celeste, el manto negro de la noche, el alarido del trueno rasgando con su sonido la garganta del mundo…pero es su garganta la que ruge, la que grita, la que lanza un enorme estampido que lleva años guardado en su voz. Y nadie la oye salvo ella misma. Y nadie la ve salvo ella misma. Y nadie va a salvarla, salvo ella misma. Ruge, como la leona que es y que no sabía que era. Ruge como la fuerza de la naturaleza que tiene frente a sí, con un bramido que parece salir de la grieta más profunda de la tierra, de ella. Ruge como debe rugir una placa tectónica al elevarse por encima de sí misma, rompiéndose en una larga línea que abre las entrañas y rompe el mundo de tal forma que no puede existir una reparación posible. Ruge sacando de dentro los miedos acumulados en toda su vida y cuando termina de rugir hasta el cielo guarda silencio, quedándose en la paz de una lluvia suave.

La tormenta ha pasado. El miedo ha terminado. Es hora de volver.

Baja por el ascensor dejando tras de sí un rastro de agua. Llama a una puerta que ya no es la suya y está a punto de oír una voz de trueno que, sin embargo, permanece callada. Sonríe. Ya no tiene miedo de las tormentas. Se siente poderosa, fuerte. Sabe que ha salido fortalecida de la catarsis, de la prueba a la que ella misma se ha sometido. Ya no va a tener miedo nunca más.

Al mirar aquellos ojos que escupía rayos, al mirar esa boca que atronaba, se da cuenta de que el miedo ha cambiado de bando. Y sonríe. Y se da cuenta de que ella, la que fue, también se va, tal como se han ido sus miedos. Tal como se ha marchado la tormenta. Se va para siempre. A enfrentar más tormentas, quizás, pero ya sin miedo.

Las horas contadas Capítulo 1

Fue desemborronando la escarchada superficie del espejo hasta que comenzó a ver su cara reflejada en él, muy poco a poco, como si prácticamente se estuviera formando en ese mismo instante a base de friegas y de pasadas de papel de cocina que iban eliminando el limpiacristales Luminia, ese que deja una superficie completamente blanca y se tiene que dejar secar durante unos minutos antes de proceder a quitarlo por completo.

Le daban rabia los otros limpiacristales porque siempre dejaban las marcas de los trapos y suponía un doble esfuerzo dejar los cristales transparentes, así que se había agenciado varios botes de su limpiacristales favorito en cada una de las casas que trabajaba. Al fin y al cabo, ella misma solía ocuparse de la compra de los productos de limpieza y pasaba luego la factura a las dueñas de las casas. Otra cosa que le daba bastante rabia, puesto que, aunque pareciera mentira, estas solían hacerse las suecas a la hora de pagarle la factura, exclusivamente de droguería, como si les costara un esfuerzo, como si no llevaran nada suelto en sus flamantes monederos Gucci de 700 euros.

Claro que eso era de lo más normal. ¿Cómo iban a saber aquellas señoras que vivían en la inopia total que esos veinte euros le podían hacer falta? Si a ellas nunca les hacían falta veinte euros, o sea, nunca hacían cuentas de ese tipo.  Nunca iban a la compra contando euro por euro lo que podían gastar en esto o en aquello. Compensando, estirando, cambiando marcas, dejando una cosa para coger otra similar siempre más barata, teniendo que dejar un par de productos en la caja porque esos veinte euros no dan para todo lo que se necesita. No han pasado por el trago de sonreír y decirle a la cajera: “Huy me he pasado… no pensaba comprar más que el pan y mira, la cesta llena”. Qué va, a esas mujeres nunca les pasaba eso, y ella odiaba que le pasara. 

La vida no era un lugar difícil para ese tipo de gente, al contrario, era una especie de paseo continuo, un lugar muy ideal.

Se miró en la superficie brillante y recién pulida del espejo y, como casi siempre le ocurría, se sorprendió al ver los estragos que el tiempo había causado en su rostro, otrora joven, firme y jovial.

Parecía no estar acostumbrada a su propio reflejo, como si cada vez se mirara menos y hubiera perdido la capacidad de reconocerse en la persona que le retornaba la imagen. Como si en lugar de ser ella misma, fuera una extraña quien hiciera los mismos gestos y le devolviera la mirada inquisidora con la que escrutaba las huellas del paso del tiempo en su piel, en sus ojeras marcadas, en los pequeños puntitos negros de los laterales de su nariz, en las leves manchas que aparecían en sus pómulos, en las invisibles arrugas de las patas de gallo o de las comisuras de la boca, pero, sobre todo, en la opacidad de sus ojos, en la falta de viveza y jovialidad que antaño sí tenían.

El tiempo pasaba inexorablemente y ver sus estragos era algo, desde luego, poco agradable.

Se quedó quieta mirándose fijamente a los ojos, viendo como su expresión mutaba, muy lentamente, de la sorpresa a la pregunta y luego a la decepción. Y luego a la tristeza. Un leve asomo de tristeza que le hacía quitar la vista para no verla del todo, como si quisiera no darse cuenta de la puta mierda en que se había convertido su vida o como si, aun sabiéndolo, no quisiera tener ni un asomo de compasión por ella misma, al igual que no soportaría ver esa compasión en unos ojos ajenos.

Se alejó del espejo y ya no volvió a mirarse.

Joder, lo había hecho mal. Había limpiado el espejo antes que la loza del lavabo y ahora se le quedaría todo salpicado de gotas de agua. Tendría que empezar de nuevo. Eso le pasaba por idiota. Por ir sin pensar, sin darse cuenta de que tenía cierta querencia a hacerlo todo al revés, a empezar la casa por el tejado y que eso siempre le producía el cansino efecto de volver a empezar.

Se giró para ver el váter, la bañera y el bidé ya limpios, buscando el hilo conductor de por dónde tenía que seguir. Ah, el lavabo y el mueble, y sacó el Don Limpio para comenzar a frotar las leves marcas de agua, vello, alguna gotita de sangre nasal, espuma de afeitar y mocos secos que estaban impregnadas en él. Marcas muy leves, pero perfectamente visibles.

Parecía mentira, pero los ricos también cagan, se dijo, en lugar de decir que también lloran, porque no tenía muy claro que lo hicieran. Piluca, al menos, no siempre, y eso que tenía motivos de sobra, pero no lo hacía muy a menudo.

Siempre impecable, siempre maquillada para salir, siempre de peluquería y con la manicura bien hecha, luciendo modelitos caros, zapatos y bolsos a juego, ropa exclusiva, anillos de oro, bisutería de diseño. Sin ojeras, sin bolsas en los ojos ni párpados hinchados, con una sonrisa casi perpetua en su Rouge Chanel, fuera del tono que fuera.

Poco importaba que su vida fuera otra mierda.

Las penas con pan son menos penas, se dijo para sí misma y comenzó a frotar con la bayeta las marcas que el marido de Piluca dejaba cada mañana en el blanco del lavabo.

Esas marcas, según su sequedad o abundancia, le decían a ella muchísimas cosas como, por ejemplo, las marcas de sangre nasal que indicaban que el señor había vuelto a las andadas y se había pasado la noche de fiesta esnifando coca, algo que, tras tantos años de práctica casi continua, le producía leves hemorragias que intentaba disimular. Los mocos venían a ser, más o menos, otra consecuencia directa de lo mismo, porque si fueran de un simple constipado no estarían pegados en la loza blanca, sino en cualquier pañuelo de papel, mientras que su presencia indicaba que había intentado despejarse las fosas nasales con ese típico gesto de sonarse con las manos bajo el agua del grifo y dejar que se vaya todo por el desagüe, desde las mucosidades hasta los remordimientos.

Lo otro era normal, agua, vello y espuma de afeitar, restos varoniles de lo más común y corriente.

Había un único pelo largo y rubio, de Piluca, pero todo lo demás era de él.

La habitación tenía, al entrar, un extraño olor a sudor, sexo y alcohol, por eso había abierto las ventanas de par en par y había cambiado las sábanas sin que ella se lo dejara escrito antes de irse. Tras varios años, conocía los olores de la casa y, sobre todo, conocía las extrañas formas que tenía Piluca de intentar olvidar lo que había pasado en esa cama con el simple gesto de cambiar las sábanas y poner unas nuevas, limpias, que borraran el olor y el color de la última noche pasada.

En cuanto acabara el baño, solo le quedaría pasar la fregona y la habitación principal estaría terminada. Pero el baño se le resistía, era como si su subconsciente le dijera que hoy no iba a ser su mejor día y que tal vez por culpa de su mala gana o por negligencia, esa que le asaltaba a veces y le empujaba a hacerse la miserable con la limpieza para ahorrar esfuerzos, le iba a tocar hacer el doble de trabajo para conseguir los mismos resultados.

Tenía esa puta manía, podía reconocerlo. Tacañería higiénica.

A veces, le daba tanta rabia tener que limpiar que intentaba disimular como podía la suciedad e intentaba pasar a otra cosa mariposa, pero no siempre lo conseguía y eso le enfurecía aún más porque el resultado era un volver a empezar y esta vez a fondo. Como cuando en su casa intentaba limpiar los dedos marcados en los muebles de la cocina de tanto abrirlos y cerrarlos, y al pasar la bayeta con desengrasante KH-7 dejara ver la diferencia entre lo limpio y lo sucio y, por lo tanto, se veía obligada a limpiar no solo toda la puerta, sino todos los armarios colindantes. Eso era lo que ella llamaba una putada.

Y era una manía que no podía evitar. Estaba hasta las narices de limpiar, odiaba limpiar con toda su alma. Le enfurecía, le daba una rabia irracional y para colmo de males trabajaba limpiando casas ajenas aparte de la propia, ¿qué se le iba a hacer? eso era otra consecuencia de comenzar la casa por el tejado y no le quedaba más remedio que apechugar con ella.

Había días en que lograba encontrar cierto grado de paz, pero había otros, como hoy, en que todo le salía al revés y que su mala leche no hacía más que ir en aumento poco a poco, minuto a minuto, trapazo a trapazo.

Se le había pasado por alto la mampara de la bañera, me cagüen la puta.

Cambió el limpiacristales y la bayeta por un multiusos y un paño y comenzó a darle candela. La gran putada era tener que meterse dentro, quitarse los zapatos para no ensuciar la blancura ya inmaculada del sanitario y volver a empezar otra vez.

En unos segundos la tuvo limpia y salió para limpiarla por fuera, mirando al trasluz si había algún rincón que delatara la presencia de cal, esa blanca película que estaba por cualquier lado de los baños, pero no, no había ni rastro de ella, así que se podía dar con un canto en los dientes y continuar para ver si terminaba de una vez el puto baño.

Joder, cada día decía más tacos, no siempre en voz alta, aunque también.

Pasó de nuevo la bayeta húmeda por el fondo de la bañera para borrar las huellas de sus pies descalzos y volvió al espejo otra vez, comprobando que no había salpicado nada. Había ido con sumo cuidado para no tener que volver a empezar y en esta ocasión había tenido tino porque ni una sola gota de agua había saltado donde no debía saltar.

Sus ojos volvieron a encontrarse en el fondo de la superficie brillante y de nuevo se quedó quieta mirándose, con la mente en blanco, fija solo en la imagen que aquel enorme espejo le devolvía y que era una especie de insulto. 

Menuda pinta. Estaba sudando, el pelo del flequillo se le pegaba a la frente y podía ver su cara abotagada por los kilos de más, la piel enrojecida y húmeda de sudor, el cuello poco grácil, los hombros rellenitos, las ojeras y los párpados levemente hinchados, su cabello, demasiado largo o demasiado corto, pegado a la cabeza como si fuera un casco, sin volumen ni gracia alguna. Podía verse desde fuera, como la verían los demás: afeada, gorda, basta, una cuarentona frustrada que se pasaba el día limpiando mierda de los demás, con la ropa pasada de moda que le quedaba como un tiro, con el bolso enorme para poder meter el babi y las pantuflas porque no soportaba llevar la ropa de batalla en una bolsa de El Corte Inglés o Cortefiel que alguien le había dado, o peor, con esas bolsas de papel de colores que vendían en los chinos y que valían para todo.

Nunca había sido una chica fina, es decir, nunca había tenido un aspecto frágil o de elegancia natural, pero ahora estaba embrutecida a más no poder.

Hasta la barrendera de su barrio tenía mejor aspecto que ella, con esa vocecita tan fina, tan delgada y con ese pelo tan rubio, su cuello estrecho de cisne, con los rasgos de la cara pequeños, la nariz respingona y la boquita de piñón. No era guapa, desde luego, y el uniforme de barrendera hacía poco por su imagen, pero, seguramente, cuando llegara a casa, se diera una buena ducha y se vistiera de paisana, ganaría varios enteros, hasta sería atractiva porque había materia prima en esa belleza normal y corriente, que no vulgar.

Ella era lo contrario, ni con un vestido de Dior o Armani se vería bien, al revés, tanta elegancia no hacía más que resaltar su falta de elegancia, es decir, no había materia prima en ella, o le sobraba materia, vete a saber.

Había veces, cuando estrenaba algún vestido o ropa nueva, que le asaltaba un acceso de feminidad, algo como un relajo en las fieras costumbres que ser un mulo de carga le había ido metiendo en la mente, sin que ella se diera cuenta. Se afinaba un poco.

En bodas, bautizos y comuniones, cuando tenía que ir arreglada de peluquería y con tacones, le daba la irreal impresión de ser una mujer como tantas, femenina, cosmopolita, que no sofisticada, pelín más delgada, guapa, que no bella, sencilla a la par que elegante, pero todo se iba a la mierda en el mismo instante en que se veía en cualquier espejo o en los videos y fotos que se hacían y que luego se vendían en la puerta del restaurante. 

A su mente, cada vez que se veía en un video de esos, le venía la imagen de Disney donde una hipopótama vestida con tutú intenta bailar danza clásica. Esos ademanes patéticos, esa feminidad fingida, esa finura tan poco natural, esas sonrisas postizas y forzadas con las que intentaba disimular la falta de una pieza dental y el sarro, esa forma de saludar a la cámara intentando parecer acostumbrada y familiar como una estrella de cine y que solo conseguía ser forzada y ordinaria, como la de las putas travestidas que salen en Callejeros.

Dejó de mirarse y se volvió para buscar el cubo de agua y la fregona para terminar, de una vez por todas, el baño de las narices.

Escurrió el agua y comenzó a fregar el suelo, viendo como las baldosas iban brillando a medida que ella pasaba la fregona por encima, dejando un perfume floral inequívoco de esa casa, de ese baño que ya olía a limpio.

Luego, cogiendo el cubo, se trasladó al extremo más alejado para comenzar a fregar de dentro hacia fuera.

El reloj del comedor dio las nueve de la mañana. Iba retrasada.

Si no se daba prisa no podría coger el autobús de las once y llegaría tarde a casa de Montse, con lo cual, en vez de terminar a la una y media terminaría a las dos, lo que le haría llegar a casa casi a las tres. 

Joder. Siempre igual.

Se había programado la faena casi al milímetro para poder cumplir con todo, pero la mayoría de días los horarios se le desacoplaban de mala manera y le tocaba ir con la lengua fuera para poder completar las tareas.

Llevaba desde las ocho y media limpiando. De hecho, a veces cuando llegaba a casa de Piluca aún estaban las niñas desayunando y ella en bata, por lo que dependía de cómo encontrara a la familia para poder comenzar a limpiar. La buena sensación que tenía, una vez había fregado los cacharros del desayuno y hecho las camas, se diluía a medida que entraba en la limpieza a fondo.

Tenía algo de autista, por lo visto. Si ella llevaba una idea o un plan concreto, cambiar los planes  le molestaba de tal manera que se ponía de mala uva lo que quedaba de mañana. O por lo menos hasta que cambiaba de casa y volvía a enganchar con lo previsto, con lo que tocaba hacer, como si esa especie de ley que ella imponía en medio de la limpieza y el automatismo de sus acciones, le hicieran sentir bien.

Salió fregando de la habitación hasta llegar a la puerta del baño y a la del vestidor que tenía al lado.

Piluca no tenía armarios como el resto de los mortales, sino vestidores, como la gente fina y adinerada. Lo abrió con curiosidad y miedo, sabiendo que estaba haciendo algo prohibido, que si la sorprendían se llevaría una buena bronca, pero no había nadie en la casa, así que ese peligro parecía no ser real del todo.

Como siempre, alucinó al ver el enorme vestidor, el despliegue de poderío económico que se abría ante sus ojos, el apabullante sentimiento de poder que mostraba, la elegancia de prendas que ella sabía que existían solo por haberlas visto ahí o en alguna revista de la peluquería o en el especial de moda de Hola o en el Vogue, la exquisitez de algunas telas que no se atrevía a tocar con sus manos regordetas que olían a lejía y Don limpio, aquella suavidad que a ella le estaba negada para siempre, aquella exclusividad y lujo a los que solo unos pocos tenían acceso.

 Asomándose a la puerta, con una falta total e indecorosa de vergüenza y coherencia, las chancletas que Piluca se ponía para estar por casa sin rayar el parquet.

Como siempre, no se atrevió a entrar. Le bastaba con mirar y punto, con oler las telas, ese perfume mezclado de madera noble, perfume caro, desodorante de armario y dinero.Una combinación letal para su moral distraída que esa mañana estaba más pendenciera que de costumbre, más soñadora de lo habitual.

Joder, fijo que estaba ovulando porque tanta tontería no se explica más que por medio de hormonas.

Quiso cerrar el vestidor, aunque, por otro lado, pensó en entrar con la fregona y darle una pasada al suelo como excusa para poder acercarse un poco a todo aquello, pero no se atrevió a mancillar el sagrado olor del lujo con el del Don Limpio baños. Imaginó que por eso Piluca quería encargarse de ciertas cosas personalmente. De hecho, seguro que tenía un algo especial para esos rincones de la casa porque no olían a nada que ella pudiera comprar en Mercadona, o sea, a nada a lo que ella tuviera acceso.

Aquel vestidor olía condenadamente bien, con un deje ácido, frutal que no floral, cítrico y fresco, todo ello entre el olor ostentoso e inconfundible del dinero y el lujo que, de por sí, tenían ya un aroma inconfundible e identificativo. Se notaba enseguida y prevalecía por encima de los otros aromas artificiales, como si eso no fuera un olor natural, pero lo era, en el fondo lo era.

Cuando entrabas en aquellas casas olías un todo homogéneo, pero si tenías buen olfato, un olfato privilegiado, cosa que ella tenía desde su primer embarazo, podías ir distinguiendo las vetas odoríferas que lo conformaban: las maderas nobles, la pintura siempre nueva, los muebles brillantes y lustrados, el parquet pulido, los libros en las alacenas, la cocina donde no se cocina, las cortinas siempre recién traídas de la tintorería, los sofás de piel blanca, los baños siempre limpios, como si nadie los usara jamás, claro que porque ella los limpiaba, porque usarlos, podía dar fe que se usaban; tal vez los ricos cagaban magnolias, vete a saber, porque aun recién usados no olían jamás como los suyos; ropa recién planchada, perfumes personales variados que sus habitantes iban poniéndose según la ocasión. Coño, si olía distinto hasta el suavizante de la ropa en la galería, que ya es decir. De hecho, toda la galería olía así, a limpio, a floresta, a recién lavado. Claro que ella también era la que se encargaba de tender en cuanto terminaba la lavadora, no como en su casa que la ponía por la mañana para tenderla a mediodía cuando llegaba y la ropa se pasaba tres horas esperando ahí dentro, mojada y con calorcito. 

La galería de Piluca nunca olía a las plantas de marihuana que su marido y su hijo cultivaban ni a la paella a remojo que ella, ahora mismo, tenía del día anterior ni a los zapatos deportivos de tres adolescentes furiosos ni a las toallas amontonadas junto a los calcetines que aún tenía que lavar y que no podría hacerlo hasta que llegara. No olía a fertilizante ni a productos para el pH del agua con los que regaban las plantas de los cojones ni a la bolsa de basura que ayer ella dio orden de que sacaran a la calle, pero que nadie se acordó de sacar y que tenía que esconder en algún sitio a la espera de que fuera una hora prudente para bajarla en persona.

Todo olía distinto en aquel lugar, pero el aroma del vestidor era lo más hechizante, rozando la voluptuosidad, pasando hasta por encima del lujo.

Así olía el dinero. Bien. Simplemente.

Para que luego digan que el dinero no huele, ¡y unos cojones no huele! Huele como esta casa, exactamente así.

Una casa donde da gusto vivir, aunque si en ella viviera su familia tardarían unos meses, tan solo, en convertirla en un establo, tal como ha ido ocurriendo en la casa donde viven, que era una pasada hace quince años y ahora habría que verla, toda remendada y necesitando siempre una mano de pintura para borrar las huellas de las manos, del humo del tabaco y del polvo que se va hundiendo entre las gotitas del gotelé. Y ese rodapié, por el amor de Dios, si tiene ya un color negro que solo se le quita con pintura, porque hasta con un cepillo lo ha intentado quitar y ni por esas; y esa puta bombilla del cuarto de baño perpetuamente fundida o los dedazos sobre los interruptores del pasillo o las patadas encima de la mesilla de centro o esos cercos de botellines de cerveza marcados en el cristal, mientras los posavasos duermen el sueño de los justos en un cajón de la cocina. Esos restos de tabaco de liar en el suelo del comedor, justo a los pies de los sofás, y que ahora son una marca identificativa de su desastre económico; o esa rozadura de los sillones que ya no hay forma de quitar porque la tela está angostada y finísima en los reposabrazos y en los respaldos, que también han ido haciendo un reguero pardo a lo largo de la pared, antes color crema y ahora color garbanzo. Esos muebles blancos de la cocina que se han vuelto amarillos con el paso de los años; y ese cajón desvencijado de la cómoda que ya no hay manera de abrir porque se salió un día del riel y no encaja. Por no hablar de la cortina, de la puta cortina bordada que le costó un ojo de la cara hace quince años y que ahora tiene una raja de palmo y que ella, tendrá que zurcir para que la rotura no llegue hasta el suelo o hasta el techo.

Joder, en esas cosas se nota el dinero, o la falta de él.

Piluca no soportaría ni un minuto vivir en su casa, esa falta de detalles, esa penumbra eterna, ese pasillo largo como un día sin pan, con todas las puertas a un lado en un orden y concierto alucinantes, con solo dos baños para cinco personas, cosa bastante normal, por otro lado, y sobre todo, sin terraza y sin vestidores. Dios, eso sí que no lo podría soportar Piluca, esos armarios empotrados de madera de roble tan normales, esa galería-terraza que tiene ella en la cocina y que tan solo es la mitad de la que hay en esta casa, y es allí donde tiende la ropa y donde tiene cuatro macetas para dar la impresión de invernadero cuando mira a través de la ventana al fregar los platos. Tiene un balcón, eso sí, pero no es muy grande. Nada de supermegaterrazas como esa o de invernaderos como el de Montse. 

Claro que, dónde vas a comparar una casa de VPO con un ático en el centro de la ciudad.

Y eso que su casa no está nada mal, la verdad, lo que ocurre es que no puede con su familia, vamos, que no hay manera con ellos, porque si pusieran un poco de su parte, no ensuciaran tanto y su marido fuera un poco manitas, estaría como un pincel, como ha estado mientras ella podía con todo, con su trabajo, con los niños pequeños y con el paso del tiempo.

Ahora ya no puede con nada, ha tirado la toalla, se ha rendido. «Tanto pelear pa’qué, a ver, pa’qué, si al final lo tengo que hacer todo yo y no me hacen ni puto caso…». Los ha dado por imposible.

Además, ya no tiene veintipocos años, sino cuarenta y ocho, con lo cual ya se la pela todo, ya le importa todo un pimiento, ya está hasta las narices de llorar, de chillar, de pedir por favor, de ponerse nerviosa, de dar portazos, de dejarlos sin comer, de declararse en huelga de brazos caídos, sobre todo porque luego le toca hacerlo a ella y con más esfuerzo por el retraso de dos días, que es lo que han durado como máximo sus huelgas. Está hasta la peineta de pedir igualdad, de charlas feministas en las que intenta hacer saber a los demás que ella también es persona, no una criada. Pero joder, no le tienen respeto, como en el fondo es una criada para los demás, pues la han tomado como una criada propia también.

Si estás cansada, te jodes; si te duelen los ovarios, pues te jodes; si te duele la cabeza, es que siempre estás igual; si las rodillas te tiemblan de cansancio y sobrepeso, ponte Trombocid y se te pasará; que no se te pasa, igual deberías ponerte a régimen ¿no, vacaburra?

A tomar por el culo.

No cree merecer lo que vive, joder, no se lo merece.

Vale que su vida no sea más difícil que la de mucha gente, que incluso podría ser peor; vale que siempre hay más gente detrás que delante, que no es para tanto… pero es su vida, no tiene otra y le da la impresión de estar malgastándola.

Frente al vestidor de Piluca, que en este preciso instante está tomando café con las amigas en una cafetería cerca del mercado central, al que ha ido para comprar rodaballo fresco, ¿qué será eso?, ella se siente como una puta cenicienta a la que nunca le va a salir el hada madrina.

Vale que no quiere carrozas ni vestidos flamantes y hace años que dejó de creer en príncipes azules, pero coño, un poquito de paz, solo un poquito, ¿no le podrían dar?

Algo de tranquilidad en el cuerpo y en el alma, algo, aunque fuera por una temporada para poder descansar y coger fuerzas, para intentar vivir, simplemente. Vivir.

Está tentada de cerrar la puerta y largarse a hacer sus cosas, sabe que se le ha ido el santo al cielo y que su pensamiento ha divagado hasta perder la lógica, pero eso es algo que no puede evitar, que cada vez le pasa más seguido y peor, porque a medida que se va hundiendo en sus pensamientos, estos se vuelven un poco más oscuros, un poco más tristes, un poco menos esperanzadores. Como si su mente fuera un agujero negro que va tragándose toda la luz y fundiéndola en el vacío o enviándola a otra dimensión, la de aquello que no hemos vivido y no viviremos nunca, la dimensión de los sueños rotos, de las esperanzas perdidas, de las posibilidades malogradas, de las decepciones, de las oportunidades desaprovechadas, la dimensión de todo aquello que pudo ser y no fue.

Me cagüen la puta, se pondría a llorar de pensarlo, pero no le sale de las narices ¿Es que va a tener que empezar a tener compasión de sí misma? ¿Derramar lagrimitas por no ser lo que una vez soñó ser? Sus lágrimas serían tan fútiles como las de Nerón, podría embotellarlas, «una por mí y otra por ellos, porque si yo no tengo esa vida que soñé, tampoco puedo dar el futuro que sueño dar». 

Mira por última vez el vestidor antes de cerrar la puerta y terminar de pasar la fregona por la habitación.

Los lunes son el peor día en casa de Piluca porque han estado las crías todo el fin de semana haciendo el bobo y lo han dejado todo manga por hombro. Tampoco puede quejarse, en su casa está todo igual o peor, pero como es ella la que lo limpia pues por lo menos se acoge al derecho a la pataleta que es algo que no le puede negar ni Dios, vamos, faltaría más que no pudiera ni decir lo guarros que son los críos de hoy en día que a los dieciocho, no saben ni hacerse la cama, solo saben meterse en internet, hablar por el móvil, como si fuera gratis, y comer. No hacen otra cosa. Bueno sí, salir los fines de semana y pedir pelas, como si el dinero creciera en los árboles. Bueno, y comprarse ropa, eso también lo hacen estas niñas, sus hijos un poco menos, pero por culpa de la economía, no por falta de ganas.

Hatajo de pijos, dice su pensamiento.

Resentida social, dice su razonamiento crítico.